La finta del Buitre
Fue ante el Anderlecht cuando Emilio Butragueño oyó corear su nombre de guerra por primera vez. En aquella ocasión su equipo venía de desplomarse en Bélgica ante los cipayos de Vercauteren y Scifo, y esa noche, desconfiado y maltrecho, debía afrontar un espinoso partido de vuelta. Según apuntaba el sector más nostálgico de la crítica, con aquella dura derrota por 3-0 el Madrid había propiciado la revisión histórica de los tercios de Flandes. De pronto, las largas filas de compradores de entradas parecían una comitiva de deudos ante la boca de un panteón. Sin embargo, la atmósfera cambió bruscamente del púrpura al blanco: aunque los expertos nunca creyeron en los beneficios de la contraofensiva, los hinchas llenaron el Bernabéu por alguna de esas viejas razones del corazón que la cabeza no entiende.En eso apareció Butragueño lanzando chispazos y serpentinas por las costuras de la camiseta, y con sus toques, frenazos y recortes comenzó a desarticular las líneas belgas como un niño travieso desmontaría, pieza por pieza, un reloj de cuco. Poco después devolvía los tres goles; participaba con sus desmarques en tres más, y completaba el primer episodio de un nuevo género que todos llamarían la remontada y de una nueva época: el quinquenio de la Quinta.
Aquella noche, Emilio, siempre bien educado, volvió a casa con una duda. ¿Había sido suficientemente cortés con el público? ¿Debería responder a los aplausos con un gesto manual o dar la vuelta olímpica después de cada gol? Ante la imposibilidad de responder el problema, y dada la falta de antecedentes en el protocolo de masas, decidió celebrar cada gol marcando el siguiente.
Fue allí cuando cambió su vida: se entretuvo en ganar dos copas de la UEFA y cinco ligas consecutivas; pero, arrastrado por el viento de la publicidad, ingresó en la mitología del vídeo tape y se convirtió en un personaje exótico. Entonces, su aparición bastaba para incendiar los aeropuertos de todo el mundo, y en el paroxismo de la popularidad su efigie llegó a aparecer en cierto sello de correos de una república bananera.
Ahora, el destino le ha hecho una finta seca: bajo la luz de los flashes, su imagen se ha retirado del punto de penalti al banquillo, y del banquillo a un graderío reservado. El sábado, finalmente, se ha disuelto como una mancha de celuloide detrás de un cristal oscuro.
Esta vez ha conseguido hacer el gesto preciso: se ha quedado en silencio. Mirando.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.