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Venenos

Fernando Savater

En el siglo XVIII la salud que importaba a las autoridades era la del alma y la del reino, no la de los cuerpos de los súbditos. De esta última se ocupaban, en el caso de los ricos, los médicos privados; en el de los pobres, curanderos y brujas o algunas órdenes religiosas caritativas: en cualquier caso, al Estado no le costaba dinero mantenerla o restaurarla y por tanto con su cuerpo cada cual podía hacer lo que quisiera. Asunto muy distinto, en cambio, era la salud ideológica (religiosa o política) de la población, cuyo deterioro podía alterar el orden establecido, propiciar desobediencias, motines y atentados. Cuanto se suponía que emponzoñaba las mentes era rigurosamente controlado; ante todo y sobre todo, la letra impresa. En España o Italia, la Inquisición se ocupó de esa vigilancia; en Francia, Colbert había puesto en marcha, a mediados del siglo XVII, una "policía literaria" que siguió funcionando con temible eficacia durante buena parte de la centuria siguiente.Los libros necesitaban un permiso real para editarse y circular, que podía ser negado por múltiples razones: ofensas a la religión por defecto (Helvetius) o por exceso (los jansenistas), discrepancia religiosa (los protestantes), atentado a las buenas costumbres (relatos libertinos), propaganda subversiva (panfletos contra nobles o contra el propio rey), críticas poco respetuosas a los sabios de la academia, etcétera. Por supuesto, los libros prohibidos también se editaban y circulaban, con las dificultades propias de la clandestinidad, pero beneficiándose de un suplemento de notoriedad. Cuantas más obras se prohibían, más buscadas eran hasta por los semianalfabetos y más célebres se hacían sus autores: ¡que se lo pregunten, si no a Voltaire! Además, los libros prohibidos eran plagiados sin escrúpulo, falsificados, desguazados y vueltos a montar, adulterados de mil maneras según el interés económico de los libreros. La gente quería leer al prohibido Rousseau y acababa leyendo cualquier absurda amalgama sucedánea o al vesánico Marat, cuyos efectos, y sobre todo defectos, eran letales.

Pero será mejor dejarle la palabra a un especialista en la época. La cita es extensa, pero no tiene desperdicio: la policía literaria "reposa sobre una convicción que dirige sus métodos: los libros ilícitos son drogas peligrosas que envenenan el cuerpo social. De aquí la definición del medio literario como población de riesgo que conviene vigilar, llenándolo de soplones y provocadores. Se espía a los impresores; se controlan minuciosamente las llegadas de papel y el flujo de mercancías; se limitan los lugares de fabricación y los lugares de venta del libro -en París, el barrio de la Universidad, el recinto del palacio y los muelles próximos al Pont Neuf-; se multiplican las inspecciones y las, requisas; se logra a menudo desmantelar las redes de producción y la difusión de las obras prohibidas; se detiene también a los pequeños revendedores, cuyo comercio, empero, se deja prosperar a cambio de la esperanza de informaciones sobre delincuentes más importantes. Se encarcela, se castiga con la prohibición de ejercer la profesión, se carga de multusa impresores y vendedores, obreros y autores. Esta represión encarnizada tiene como contrapartida dos efectos contradictorios. Por una parte, una cierta podredumbre moral del medio editorial, rondado por personajes turbios, delatores, verdaderos delincuentes; asimiladas por la policía al mundo peligroso de los bajos fondos, las gentes del libro tienen tendencia a acercarse a éste, arrastradas por una solidaridad en la exclusión. Pero, por otra parte, la policía del libro tiene también por efecto establecer solidaridades y complicidades en tre los profesionales, que, a pesar de eso, se entregan a menudo á una competencia salvaje. Incluso entre los opulentos y puntillosos impresores y libreros parisienses bien Instalados, bien organizados en su defensa corporativa, hay quien no se resiste al placer y al provecho de burlarse de la policía, de participar en redes ilegales, de dar el pego a reglamentos asfixiantes y de ofrecer a un público cada vez más numeroso y ávido los libros perseguidos" (Robert Le-pape, Voltaire, le conquérant, Editorial Seuil, áginas 76 y 77).

Por añadidura, aún falta por mencionar el tráfico de material clandestino impreso en la permisiva Holanda, los negocios que hacía la policía compinchándose con los libreros, los censores que por liberalismo o codicia escondían obras prohibidas en su casa, los clérigos y plumíferos conservadores que fabricaban con remunerada aplicación innumerables preservativos literarios contra los escritores peligrosos, tratados terapéuticos para contrarrestar sus errores, etcétera.

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Supongo que este cuadro persecutorio les resulta a ustedes altamente familiar; en efecto, hoy se da en Europa, pero no para controlar los peligros de la letra impresa, sino los peligros de la química. También ahora hay drogas legales, con permiso de circulación, y otras que no lo tienen a causa de motivos establecidos por las autoridades según diversos argumentos ideológicos; pero algunas de esas drogas prohibidas pueden tomarse en determinados casos pidiendo la oportuna receta médica, o sea, el equivalente a la dispensa del Santo Oficio para leer libros que estaban en el índice de Obras Prohibidas. En cuanto a la adulteración de los productos, el avivamiento general del interés por ellos al estar prohibidos, la creación de un ambiente delictivo en torno a su fabricación y distribución, la proliferación de mangantes especializados en luchar contra el veneno, etcétera, los resultados son más o menos idénticos: las mismas causas dan lugar a los mismos efectos, aumentados en nuestra época por la masificación urbana y otros problemas socioestructurales.

Las medidas represivas no detuvieron a la imprenta, ni impidieron que cada vez hubiese mayor oferta de libros prohibidos, ni mucho menos evitaron que los lectores de aquellas obras festejaran el fin de siglo con una gran revolución. La eficacia de la persecución de las drogas, no ha sido mayor y ha resultado, en muchos aspectos, aún más desastrosa. No cabe duda de que algunos libros pueden influir negativamente en ciertas personas, influyendo para que se dañen a sí mismas o a otras. Las palabras y las ideas son en. potencia mucho más peligrosas que cualquier compuesto químico, porque calan de modo más hondo, activo y perdurable en los colectivos humanos. Sin embargo, hoy la mayoría estamos convencidos de que tales daños potenciales se acompañan de efectos positivos y, en cualquier caso, no pueden ser evitados más que por vía educativa y aplicando juiciosamente las leyes generales que regulan las sociedades civilizadas. Sólo cuando algo, sea la imprenta o la química, funciona en régimen de libertad podemos instruirnos para su uso y, prevenirnos contra su abuso.

Desgraciadamente, en cuestión de drogas es la mentalidad inquisitorial la que sigue prevaleciendo. Cuando se propone que sería bueno discutir el tema de la despenalización de algunas o de todas las sustancias prohibidas, los supersticiosos cocean con estrépido ensordecedor. Otros, un poco más finos, dicen que no se puede hablar del asunto, porque debería ser una medida tomada a escala internacional, ¡Como si alguna vez se pudiera adoptar una medida de ese alcance sin que los países lo discutieran antes internamente y luego propiciaran el debate con los demás! Aún se oye de vez en cuando que son los traficantes quienes desean la despenalización: por lo visto ya se han aburrido de ganar dinero negro y quieren empezar a pagar impuestos... Aún peor, se propone suprimir garantías jurídicas para satisfacer a los demagogos en otros casos Nécora, se disponen patadas en la puerta, pinchazos telefónicos y hasta la figura jurídicamente repulsiva del "agente provocador", que es como dar patente de corso a la policía para organizar los delitos que ha de perseguir. En fin, que el miedo y la estupidez son los únicos venenos sociales contra los que no parece haber cura ni en el Siglo de las Luces ni en el de las sombras.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

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