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¿Que es sentirse español?

La pregunta "¿qué es España?", planteada por Laín Entralgo (EL PAÍS, 17 de octubre), tiene una ilustre tradición. Ha sido como un conjuro que ha movilizado a eminentes intelectuales, sobre todo antes de la guerra civil -que la sumió en el oprobio-, para tratar de identificar nuestras insuficiencias nacionales; pero, ya en el umbral del siglo XXI, parece llegado el momento de ir descendiendo desde las nebulosas abstracciones hacia un planteamiento radical de lo que ocurre al hombre actual (ciudadano del mundo), haya nacido en uno u otro país, y cualquiera que sea la "autonomía" a que pertenezca, si se trata de un español, para dar entrada a tal categoría, y centrar la discusión. Este descenso hasta la realidad individual supone pasar del "sugestivo proyecto de vida en común" -con su sutil efluvio nacionalista totalitarío, de grande o pequeña nación- a la consideración de los proyectos constitutivos de cada persona, que implican una armonía convivencial, hoy de alcance planetario, por el peso de los graves problemas de nuestro tiempo.Uno nace y vive en una determinada sociedad. Y, dentro de ésta, en un núcleo familiar. Los usos prevalecientes se van imponiendo atemperados por, el talante de cada cual, unas veces; o como costumbres ciegamente asumidas, otras; las tradiciones encadenan la mente del hombre si no se mantiene el necesario distanciamiento racional. Es humano sentir una legítima estimación por el país en que se tomó el primer contacto con el mundo, con sus paisajes y peculiaridades; pero el conocimiento de otras culturas, gracias a los modernos medios audiovisuales y de transporte, permite ya hoy poner en evidencia la falacia de la identidad cultural esencialista: adoptar una actitud crítica ante la beatería que la sostiene, y superar así el tabú de lo tradicional y autóctono (que alberga, a veces, costumbres reprobables), contribuyendo a que se depure y, si no, se extinga. La confrontación de los valores de la plenitud humana con los usos colectivos contribuye a la desaparición de los que deshumanizan al hombre y le inclinan hacia la intolerancia. Todo ser humano, cualquiera que sea su raza, debe ser, por principio, respetado. La estimación que merezca dependerá de su comportamiento respecto a una ética universal. Los vínculos que nos unen a los demás son biográficos.

En la perspectiva de la plenitud humana, a nuestro nivel histórico, los nacionalismos, que se gestan como impulsos irracionales, son anacrónicos y embaucadores: explotan vagos anhelos de realización personal, manipulados por un liderazgo de limitada lucidez intelectual. El intento de indentificar etnia, nación y Estado ha desencadenado guerras que hoy ya se perciben como un horror. En un mundo transitable, las fronteras tienden a difuminarse. Se puede uno sentir vasco, español, europeo, ciudadano del mundo, dentro del más tangible ámbito municipal, con todos los intercambios que, en libertad, esta situación permite: con la naturalidad del lugar de nacimiento y el aprecio de lo valioso de su entorno, sin caer en fundamentalismos nacionalistas de identidad. Los problemas de las culturas autóctonas se resuelven con la educación, que las sitúa en su propio estrato vital, sin darles una relevancia opresiva. Cuando se ha alcanzado una ancha visión del mundo -hoy presentido por muchos, gracias a los medios comunicativos- y se considera, en esta perspectiva, la propia realidad personal, se ve con claridad que -se trata de determinaciones accidentales, accesorias y contingentes. Sólo una deficiente formación nos hace vulnerables a los virus de cualquier fanatismo nacionalista. Una persona de nuestro tiempo, con la mente porosa, estará siempre abierta a lo que sucede en el mundo por encima de cualquier frontera; atenta a las opciones que pueda ofrecerle para vivir, y dispuesta a hacer valer ante todo su derecho al propio albedrío, a su autodeterminación personal: es probable que la nacionalidad -si el progreso no se detiene- llegue a ser, en muchos casos, de libre elección, desde los valores de una cultura básica universal, sin perjuicio de las culturas locales que a ella contribuyan con sus méritos.

Incidiendo ahora, en la meta de la convivencia española señalada por Laín, hay que ahondar algo más: no es sólo cuestión de propugnar la coexistencia de varios bilingüismos en España, admitiendo una cierta cuota de irracionalidad, o sea, tomando por virtud la existencia de algunas lenguas residuales. Las regiones autonómicas que de ellas carecen no se han dado cuenta, de la enorme ventaja histórica a su alcance, al poder diseñar, sin erosionar la libertad personal, un bilingüismo basado en su lengua española y, por ejemplo, el inglés, alemán o francés: de facilitar el acceso de sus pueblos a su condición de europeos. El propósito irracional de impulsar desde el poder político sello de identidad nacionalista- lenguas locales de escaso alcance (entre las millares que existen en el mundo), alterando su ciclo biolingüístico evolutivo, es una aberración en un mundo cada vez más comunicado. Se consolidaron en su tiempo, en núcleos aislados, de un modo espontáneo, cuando las posiblidades, de comunicarse eran mínimas. Entretanto, otras len guas se han ido extendiendo como vehículos más eficaces, por positiva evolución cultural. Los conflictos lingüísticos asi suscitados recibirán una nueva luz cuando las nuevas genera ciones, a las que se ha impuesto como emblema nacionalista el aprendizaje de lenguas locales, se sientan estafadas y acaben rechazando el fraude histórico que representa oponerse coactivamente a esta evolución; pero antes, las clases más débiles, víctimas de este egocentrismo nacionalista, sin recursos para aprender otras lenguas (a diferencia de los hijos de los líderes nacionalistas), verán mermada su capacidad competitiva profesional, en un mercado de trabajo sin fronteras, de una creciente movilidad. Y esto con un enorme despilfarro de recursos, que bien pudieran ser alternativamente aplicados a fines genuinamente educativos y culturales, en un mundo moderno.

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Enrique Olmos es autor de La plenitud humana.

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