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Tribuna:DEBATES¿LEGALIZACION DEL HACHÍS?
Tribuna
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La despenalización, en la dirección correcta

José Luis Díez Ripollés

Si bien es fácil ponerse de acuerdo en que la problemática del tráfico y consumo de drogas se ha convertido en uno de los problemas más importantes de nuestra sociedad, no existe consenso respecto a cuáles son los instrumentos más adecuados para resolverlo. La alternativa que se ha escogido desde hace dos décadas, y que se ha acentuado notablemente en los últimos 10 años, se basa en el continuado incremento de la criminalización de estos comportamientos, cada vez más intensa y abarcadora de más conductas. Los esfuerzos simultáneos realizados en el ámbito de la litación y, en menor medida, de la prevención, no pueden ocultar la realidad de que es esta aproximación fundamentalmente, represiva la que marca la pauta.Sin embargo, hace ya algún tiempo que ha devenido evidente el fracaso de esa política represiva. Ante todo, porque no ha logrado las metas perseguidas: el porcentaje de droga interceptado es mínimo respecto al que se pone a disposición de, los consumidores. Por otro lado, la demanda por parte de éstos no cesa de crecer, por más que acomodada a las diversas modas que también surgen en este ámbito. A su vez, la opción por la represión ha desencadenado unos efectos colaterales, no queridos, cuya nocividad social sobrepasa con creces los beneficios, no logrados, que persigue la política criminalizadora. Baste citar algunos:

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La conversión de las drogas en productos muy caros, consecuencia directa de su ilegalidad, ha dado lugar a la aparición dé poderosas organizaciones de traficantes, con un poder económico sin parangón en toda la historia de la criminalidad; ello permite a sus niveles medios y altos no sólo eludir fácilmente la persecución penal, sino igualmente corromper instituciones esenciales de las democracias, desde los órganos de persecución penal hasta las más altas instancias representativas, por no citar las instituciones financieras.

El elevado precio ha hecho caer en la delincuencia o la marginación social a una buena parte de los consumidores carentes de los medios económicos necesarios para adquirir las drogas: ello ha tenido inmediatos efectos sobre la población en general, que es la que sufre el inusitado aumento de la criminalidad económica.

A su vez, el Estado de derecho está siendo profundamente conmovido: la acentuación de la vía represiva no se detiene ante los principios garantistas del Derecho Penal, habiéndose creado dentro del Código Penal un "segundo código" que recoge las figuras relativas al tráfico de drogas en el que, con una detestable técnica jurídica, no se respetan principios constitucionales como el de seguridad jurídica o proporcionalidad de las penas.

El sistema judicial penal y la Administración penitenciaria están desbordados: se calcula que entre un 70% y un 80% de toda la actividad judicial penal tiene relación con la criminalidad vinculada a las drogas, y porcentajes semejantes se encuentran entre la población reclusa, la más alta de nuestra historia reciente. El reforzamiento de las mafias carcelarias conectadas al suministro de drogas a los internos, y la imposibilidad de cumplir el mandato constitucional de resocialización en unas cárceles atestadas son otras de las consecuencias.

Todo ello se produce en un contexto de protección de la salud profundamente distorsionado: es la prohibición la que, al impedir un debido control de su producción y venta, convierte a las drogas en productos de escasa calidad o de una calidad imposible de conocer por el consumidor, lo que es el origen de la mayor parte de las complicaciones sanitarias, empezando por las mal llamadas muertes por sobredosis. La prohibición tiene efectos perversos sobre los esfuerzos preventivos: fomenta la integración del consumo de drogas entre las pautas propias de la conducta rebelde, con la consiguiente atracción sobre la juventud. Y permite eludir las responsabilidades del tejido social sobre el propio fenómeno, dejándolo todo en manos de los órganos represivos.

En estas condiciones, es hora de optar por otras alternativas que se concentren en la prevención, a partir de dos ideas fundamentales: que ni ha habido ni habrá, una sociedad sin drogas, de modo que hay que concentrarse en capacitar a los ciudadanos para discriminar entre el uso y el abuso de cada droga. Que es insostenible un modelo de sociedad que pretenda proteger la salud de sus ciudadanos adultos en contra de su propia voluntad; a la larga, eso sólo conduce a sociedades autoritarias apoyadas por ciudadanos incapaces de decidir por sí mismos y manipulados por el poder político.

Tales alternativas, favorables a una despenalización controlada de todo tipo de drogas, existen y se están extendiendo progresivamente por Europa y Estados Unidos. En España, la elaborada por el Grupo de Estudios de Política Criminal propone la integración de las drogas ilegales duras, con algunas salvedades, en el régimen legal propio de los medicamentos, y reserva el Derecho Penal exclusivamente para las violaciones más graves de ese régimen y la, debida protección de menores o discapacitados psíquicos.

Por otra parte, la despenalización del tráfico de derivados del cannabis es especialmente evidente. A los argumentos anteriores hay que añadir el de que nunca se ha logrado probar que cause un daño a la salud igual o superior al tabaco, y está a una gran distancia de la droga dura, característica de nuestra sociedad, el alcohol. Nada puede justificar el que su producción y venta deba estar sometida a mayores controles que los aplicables a estas otras drogas. Su deseable despenalización sería un paso en la dirección correcta, pero si sólo se queda allí, sin extenderse tarde o temprano a las restantes drogas, no se eliminará la dinámica perversa en la que hemos entrado, desde hace dos décadas.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga.

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