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Violencia

Enrique Gil Calvo

Durante el último verano ha sido creciente noticia la violencia protagonizada por ' jóvenes, especialmente la ejercida dentro del ámbito familiar, que ha llegado a crear un clima de relativa alarma social. Es cierto que hay aquí mucho de sensacionalismo periodístico, por lo morboso que resulta este tipo de sucesos. Y tampoco hay que descartar la posibilidad de que lo que aumente realmente sea más la visibilidad de estas conductas que su incidencia social: siempre habría existido esta clase de violencia (incluso con mayor volumen quizá), pero ahora se denunciaría o investigaría en mayor medida que nunca.Pero hay informes, como la reciente Memoria que anualmente eleva la Fiscalía General del Estado, que parecen confirmar este incremento de la violencia. Así, comparando el año 1993 (especialmente dificultoso por la gravedad de la crisis económica, que incrementa la probabilidad de que se cometan agresiones violentas) con el anterior, hubo un aumento del 17% en los homicidios, del 23% en las violaciones, del 26% en las agresiones lesivas y del 51%en los robos practicados con violencia. Cifras tan altas que parecen revelar algo más grave que una episódica agresividad coyuntural.

Es fácil culpar a la juventud, a la televisión o a una mezcla de ambas. Pero la. violencia siempre ha sido protagonizada por los jóvenes, casi siempre alentados por sus superiores adultos. Y las formas de comunicación social (desde el púlpito, el rumor y el romance de ciego hasta los modernos medios masivos) siempre se han hecho eco de los escándalos públicos. No obstante, en esta escalada actual de la violencia hay tres notas características que conviene destacar.

Ante todo, se trata' de- una violencia masculina casi siempre ejercida sobre las mujeres. Se dice que es violencia intrafamiliar, pero se olvida que las víctimas preferentes son las hijas, hermanas, esposas o madres de sus agresores, que parecen complacerse en abusar de su masculina superioridad física. Esto no es nuevo, pues siempre se ha ejercído violencia contra las mujeres (sobre todo contra las propias), pero antes también se agredía a otros varones capaces de defenderse de igual a igual, y esto ahora parece escasear más,En segundo lugar, es una violencia sobre todo individualista o privada, mucho más que pública o colectiva (aunque sobrevivan cuadrillas de vándalos y asesinos, como son los rapados o los etarras). Y esto sí podría ser nuevo, pues antaño predominaba la violencia de algarada callejera (a veces dotada de organización ad hoc, como tantos grupúsculos revolucionarios o violentos), espontáneamente escenificada ante un público de espectadores congregados, mientras que ahora la agresión suele producirse aisladamente, como si fuese un festín secreto celebrado bajo la segura protección de algún reducto a cubierto.

Por último, en tercer lugar se trata de una violencia muchas veces gratuita, que no suele disponer de móviles instrumentales (como el súbito enajenamiento emocional o el estado de física necesidad) que parezcan excusarla (ya que justificarla no podrían hacerlo nunca). Pero este último rasgo no es producto de ninguna presunta maldad juvenil (por el estilo de la freudiana perversidad polimorfa), sino de la corrupción de menores: somos los adultos quienes les hemos propuesto como modelo una cultura, como la de Mayo del 68, que sacraliza el culto a la transgresión por la transgresión, según la máxima enaltecida por André Breton de que "el supremo acto surrealista es tomar un revólver y disparar indiscriminadamente sobre la multitud". Esta justificación esteticista del crimen es la que explica que nuestra generación se complaza en admirar (y envidiar secretamente) todas las más violentas flores del mal, por el estilo de las que cortan los asesinos en serie. Pues la fascinación por el mal no es privativa de los. programas audiovisuales de sucesos (ésa es sólo su expresión más inculta, barata y vulgar), sino de la más excelsa y elitista vanguardia cultural. ¿Alguien osará juzgar nuestra violencia moral?

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