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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Me leyó la mirada

Una noche comenzaron por prohibir el aparcamiento. Lo hicieron a traición, de madrugada. Era la calle de Romero Robledo y nunca hasta que levantaron en ella esas horribles empalizadas metálicas me había fijado en lo hermosa que siempre había sido. Después abrieron un hoyo en la calle de la Princesa. La plaga comenzó a extenderse deprisa: obras en Marqués de Urquijo, obras en Rosales, obras en el paseo de Camoens, la carretera de La Coruña. En el centro de aquel círculo de ruido y marcas amarillas de desvíos provisionales en el asfalto, los heroicos habitantes de Argüelles habían sido sorprendidos con la guardia baja y ahora sólo podían intentar resistir. La densidad del tráfico aumentó. Desde las casas el ruido del tráfico nocturno se hizo insoportable, hasta que una noche dejó de oírse oculto tras el ruido de las insomnes y monótonas risas de las excavadoras. En numerosas calles se pusieron trampas sorpresa, que, sin previo aviso, te sumían en atascos de periódico en mano y motor desconectado. Cuántas citas incumplidas, noviazgos rotos, amigos perdidos. El tráfico obligó a suprimir plazas de aparcamiento para crear carriles adicionales, eso obligó a los coches de los habitantes de Argüelles a conquistar las aceras y pasos de cebra para poder aparcar, obligando a los peatones a asaltar a su vez la calzada.El otro día conseguí llegar a Argüelles después de trabajar y me uní dócilmente a la caravana de coches que, como cada día, compiten conmigo alrededor de la manzana en la ardua tarea de poder desprenderse de los coches antes de conseguir abrazar a las familias. En sólo media hora conseguí un hermoso sitio, próximo a una esquina sin paso de peatones y a muy pocos kilómetros de mi hogar. Descendí del coche y un agente municipal me advirtió amablemente que estaba mal aparcado. No le respondí, no hizo falta, tan sólo le miré un instante preguntándome cuánto trabajo me costaría cavar una zanja donde ocultar su cuerpo. Fue suficiente; mi mirada vacía le dijo que yo era un tipo peligroso, uno de esos hombres normales que un día se vuelven locos y son capaces de las mayores atrocidades. El agente se adelantó a cualquier respuesta y, saludando marcialmente, se alejó deprisa, aunque sin perder un instante su amable sonrisa. Y es que en Moncloa, otra cosa no, pero zanjas

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