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No olvidar a Foucault

De espaldas al deseo, ocurrente y confeso, de Baudrillard (Oublier Foucault), la sombra transparente del autor de la Historia de la locura ha vuelto a darle caña, empaque y cobijo a un debate ("la muerte del hombre") que se creía cerrado del todo tras la muerte del comunismo y la resurrección preinstantánea, en su versión más literaria, del pensamiento débil. De entrada, ahí están las 3.500 páginas, publicadas en cuatro volúmenes, de sus obras casi completas: Dits et écrits (1954-1984), al cuidado de François Ewald y Daniel Defert. Y ahí figuran todos sus libros célebres (de Las palabras y las cosas a El uso de los placeres, pasando por La voluntad de saber), pero también aquellos que lo fueron menos y, sobre todo, un sinfín de entrevistas, conferencias, prólogos y artículos que recomponen el talante batallador de alguien que no quería ser filósofo, ni historiador, ni escritor, ni estructuralista, ni marxista, ocupado como andaba por hacer de la ética la estética de la existencia, por convertir en estilo propio el discurso escondido en los demás, en los, más silenciados. Barroco lo ha llamado Maurice Blanchot, y no en balde, por la precisión de ese exceso.Pero, junto a la enorme autobiografía de primera mano, donde ficción y verdad se abrasan, se pelean y se apaciguan. a duras penas, la alta costura de todos los entornos se ha lanzado a revestir de gala el suceso. Un norteamericano, James Miller, después de confesar que está casado y es padre de familia, presenta, en The passion of Michel Foucault, a un personaje patológico, obsesionado por el éxtasis de la muerte violenta, drogadicto y militante de un terrorismo sexual que consistía en gozar con las prácticas sadomasoquistas en las saunas californianas. ¡Vigilar y castigar! Y eso, cuando aún no se habían acallado los ecos de la opinión de Jean Paul Aron ("Foucault era un homosexual vergonzante") ni las iras de los neogays radicales (movimiento querer) ante la biografía considerada pacata y sosa, de Didier Eribon.

Este último les responde a sus anchas en su nuevo libro, Michel Foucault et ses contemporains, mientras que otro norteamericano, John Rajchmann, se desliga de la privacidad a lo largo de una obra razonable sobre la erótica de la verdad, con Lacan por los pasillos. No acaban con esto las aportaciones conmemorativas (hay dos vídeos a la venta), pues el inglés David Mancey ha publicado, asimismo, una biografía de Foucault, donde se nos demuestra con creces que un pensador puede ser descrito con total sencillez: o sea, al margen de cualquier pensamiento. Mas ya decía la víctima, a propósito de otras materias y con muy distinto propósito, que hay multiplicidades que no se refieren a unidad alguna.

En cualquier caso, muchos han empezado a preguntarse públicamente sobre aquello que habría dicho Foucault ante esto (corrupción) o lo de más acá (nacionalismo). Es un juego macabro. Pero, al tiempo, es una fiel manera, aunque ingenua, de reabrir el debate que se cerrara con vehemencia blanda, hace unos años, al caer en la cuenta tanta gente de que, ya que las cosas no tienen arreglo, hay que distraerse. Por ejemplo, un médico reclama una respuesta de ultratumba al denunciar la situación: cómo los hijos de Mayo del 68, por doquier y en el centro del poder, han podido imaginar que, ante el sida, la única solución posible es aterrorizarse y aterrorizar, de paso, a sus súbditos. Y un comunicólogo le plantea al ausente qué decir de las pantallas amigas, tan hipersensibles al poder de- una opinión pública sometida a la sondeocracia.

Entreví varias veces a Foucault en manifestaciones, aunque sólo una vez -y en medio de una atmósfera tensa, que Roland Barthes propiciaba- charlamos brevemente, a propósito de un trabajo que luego Lucien Goldmann me prohibió terminar: "¡Acabaría usted loco! Para eso, hágalo sobre Unamuno". No me formé, como suele decirse, una opinión concreta de la persona. Pero he vuelto a sus textos como quien se enemista con mucho del presente y todo de su olvido.

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