Señas de identidad "abertzale"
Atañe a la sabiduría del homo sapiens estar irremediablemente condenado a imaginar, a hacerse ficciones útiles tales como qué sea qué, quién sea quién y lo que corresponda a cada quien. De manera que, aun siendo siempre imaginada, la identidad es necesaria. Nunca seríamos nada sin creer que somos alguien, alguien capaz de mucho y, a veces, de todo."Los vascos", he ahí una gran ficción, ni mayor ni menor que "los españoles" o Ios franceses", sólo que más problemática, dada la naturaleza de estas dos últimas. Ficción forjada por varios secretarios vascos de la Administración de los Austrias para hacer creer al mundo que había españoles de primera clase y de segunda. Éstos no tendrían tanta calidad española porque los vascos, al descender de Noé, eran cristianos más viejos y no mezclados con sangre ni judía ni mora. Ser "los vascos" de aquella creencia duró hasta inicios del siglo XIX y posibilitó que de hecho hubiera vascos de primera, auténticos padres que sabían gestionar en la Corte los intereses de las provincias vascas, pues disponían para ello de instrucción (el castellano hablado y escrito), tiempo y dinero (ser millarista o terrateniente). Los campesinos, arrendados y enfiteutas, euskaldunes en su mayoría pero vascos de segunda, les estaban agradecidísimos a esos padres de provincia porque les posibilitaban emigrar de criados a la corte, entrar en convento o militar en los ejércitos imperiales. Ser español, de esos de primera, era, por tanto, ser vasco con casa o apellido específico, con provincia específica y con un amado rey a quien servir.
Para comienzos del siglo XIX había hecho agua este constructo. En una espectacular crisis económica y política, el sistema cultural actuó recomponiendo la identidad. Austeros predicadores franciscanos posibilitaron que los- vascos de segunda pensasen que todo iba mal porque a sus padres ya no les dejaban gobernar bien los de Bilbao y San Sebastián; en esos lugares ya no quedaban buenos vascos, buenos españoles, cristianos y amantes del rey. Una cuestión dinástica los llevó a la guerra carlista, guerra que para ellos suponía sobre todo ir contra Bilbao y San Sebastián. Los donostiarras, curiosamente, hicieron un intento de creer ser franceses y hasta pidieron serlo. Lo paradójico de los bilbaínos fue que la solidaridad ciudadana en la defensa de la ciudad contribuyera a forjar identidad individual. Esta correspondía grosso modo al tipo de identidad nacional española que, poco a poco, fue la predominante en España: el sujeto se ve a sí mismo ciudadano, libre y autónomo, individualmente entroncado al Estado. La nación, ficción forjada a base de nociones históricas, estéticas y éticas, es precisamente el constructo cultural que. le posibilita a ese individuo moderno entroncar con el Estado; de manera que su país le aparece adornado por los méritos y sacrificios, bellezas y bondades de las gentes que le precedieron. Mi nación crea en el sujeto propensiones y estados anímicos hacia el sacrificio en pro del Estado.
A finales del siglo XIX, y desde Bilbao, la ciudad del milagro industrial que transformaba las gentes en individuos libres y desposeídos, aptos para una ideología nacional, Sabino Arana imaginó una nueva manera de ser vasco (esta vez, contra España y los españoles) a base de fingir dos totalidades enfrentadas: un nosotros colectivo eúskaro, roto y devastado por el ellos moruno de los españoles, siempre impío y malvado. Pero la relación de Ios vascos" con el Estado no la imaginó individual sino colectivamente constituida, aunque también mediada por el constructo nación. Y a ésta debiera corres ponder un Estado vasco, al objeto de realizar la capacidad del nosotros, esencialmente frustrado por su relación con el Estado español. Como en el jardín del Edén, Arana, inventó nombres nuevos para aquellas insospechadas cosas. Así, Euskadi, sitio de los eúskaros; aberri, pueblo de la raza o patria; abizen, nombre de raza o apellido; abertzale, amante de la patria. Se había inventa do el nacionalismo vasco, ideología étnica por cuanto la identidad era función no de un proyecto :político individual, sino colectivo, supuestamente marginado. Al socaire de la in teracción social se fueron imaginando también un paisaje o modo de ver el entorno y unos paisanos o autóctonos. Como calco del viejo proyecto ante rior, el leitmotiv del nacionalismo vasco es también la autoctonía; sólo que ahora no fue cuasibíblica, sino cuasicientífica: la raza no data, la lengua no tiene progenitores y los ver náculos entroncan con el paleolítico. Diferentes ramas de las ciencias humanas diseña ron las pertinentes teorías de ese andamiaje autoctonista: etnología, arte, literatura, estética, música e historia. La historia vasca, como todas las historias patrias, resultó también una historia sagrada.
Durante el franquismo, en los cincuenta, se dio una es pectacular reconstitución del etnicismo de la identidad abertzale. De ser la raza el puntal de la autoctonía, pasó a considerarse que lo era la lengua euskera. Esta solamente posibilitaría constituir un nosotros compacto, aplastado y oprimido por España y los españoles; y debiendo naturalmente un Estado vasco llegar a colmar la capacidad la tente vasca. Esta recomposición fue obra del libro Vasco nia, del también bilbaíno F. Krutwig. ETA se fundó adoptándola y su acción la ha imbricado en el conjunto del nacionalismo vasco. La victoria simbólica de ETA está consumada en la doble paradoja identitaria del nacionalista vasco: suponer que la mayoría de los vascos desconocen su lengua materna y, además, que el castellano, lengua en la que se cimentaron desde siempre las relaciones sociales de bilbaínos y do nos,tiarras, comparte con el Estado autoría étnicamente genocida.
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