El hombre que quiere otro país
Si esta campaña no le da la victoria que esperaba, habrá servido, al menos, para revelar a Ramón Jáuregui como agudo escritor: sus retratos de personajes reales de la política vasca, contenidos en el libro autobiográfico El país que yo quiero, son exactos e implacables. Y también su habilidad para trazar parábolas en torno al papel que a los socialistas de Euskadi les ha tocado desempeñar como socios del PNV en el Gobierno: ser el morro¡, o peón, que cuida del caserío porque el padre está muy mayor y los hijos andan a la gresca, y, al mismo tiempo, ser invisible para los dueños del asunto, como aquella secretaria que revoloteaba solícita en torno a sus invitados de la ONCE, hasta que el propio Jáuregui tuvo que decirle: "¡Tranquila, que no te ven!".A lo largo del tiempo, y gracias a la fusión del PSE con Euzkadiko Ezquerra, que ha vasquizado el socialismo, Jáuregui ha visto como la actitud de los dirigentes del PNV pasaba de la indiferencia a la indignación. "Porque ellos", dice, "nos quieren con el viejo discurso de Damborenea del 85, cuando éramos antinacionalistas, españolistas, defensores de la Guardia Civil". En los últimos tiempos, por el contrario, Jáuregui se ha trabajado el euskera, ha dado conferencias en esta lengua, ha asomado la cara-jugándosela- en algunos santuarios del radicalismo abertzale.
Y, sin embargo, todo este despliegue que se inició hace año y medio no da en las encuestas los resultados apetecidos. "Ramón es un rehén de la política del PSOE y sólo tendrá las manos libres si el partido, en Madrid, pasa a la oposición", dice un observador de la realidad vasca. El propio Jáuregui reconoce que los últimos escándalos de su partido han perjudicado el diseño de la alternativa posnacionalista que ofrece el PSE-EE, así como el asunto de la Sanidad vasca, el intento de trucar unas oposiciones para favorecer a militantes socialistas, que saldó tardíamente, aunque con firmeza -contra la oposición de parte de la ejecutiva-, con la dimisión del responsable.
Estos avatares le han dado a Jáuregui más sombrasen torno a los ojos que los años transcurridos en cargos de enjundia, más pliegues en torno a la boca simpática que las responsabilidades que no ha dejado de asumir desde que era un chaval, el menor de los diez hijos de un alguacil navarro que emigró a un barrio obrero de San Sebastián huyendo de las represalias de los fascistas. De este padre a quien equipara al hombre tranquilo de John Ford -la madre murió cuando Jáuregui tenía 7 años-, destaca el candidato socialista a lehendekari cualidades que, sin duda, le adornan también a él, bien por herencia o porque, desde niño, se aplicó a imitarlas con el tesón que le caracteriza la aversión por la confrontación y el amor al propio criterio.
De lo primero, escribe: "Espero que no por una cobardía innata, ni por temor a perder o ganar personalmente, a jugármelo todo a un órdago del momento; sino por un espíritu superador y positivo, por un horror al esfuerzo inútil y al descontrol emocional". Ese descontrol que la confrontación provoca, ese fracaso de la racionalidad que detesta... Fue a nacer, Ramón Jáuregui, en un país que constantemente le pone a prueba, y en el que las guerras más graves, se han dado, precisamente, cuando el resto del Estado español empezaba a mecerse con confianza en la democracia.
Para un tipo racional como él, conciliador, sensato, enemigo del grito y de lo extremo, el punto medio del socialismo ideal constituye el único puerto seguro posible. El futuro que ofrece a sus votantes en esta campana -un país donde uno no tenga que examinarse de vasco todos los días, un país para todos- es, más que su sueño político, su sueño personal, si es que en Jáuregui ambas metas pueden deslindarse. Y le irrita profundamente que el nacionalismo siga empeñado en que en Euskadi nada ha cambiado desde la consecución del Estatuto de Autonomía.
"Claro que estoy cansado de repetir lo mismo", admite, "pero cuando tengo una persona inteligente delante no me importa volverlo a contar. Todo se resume en un: nosotros estamos dispuestos a llegar hasta aquí, ¿y vosotros?". Sonríe cuando le digo que quizás le resultaría más agradecido dejar la política y dedicarse a escribir, pero sabe que no va a ceder, porque por debajo de esa imagen de buen chico que tiene, y que detesta, seguramente porque odia que le crean débil, es empecinado y terriblemente puntilloso, y el proyecto que tiene, el país que quiere -el país que amaría si fuera como él lo desea- es ya su propio proyecto vital, su razón de ser y de estar aquí.
Lo ha sido casi todo en la política vasca, según reza la solapa de su libro: abogado laboralista y dirigente sindical desde los 25 años, alcalde de San Sebastián a los 30, delegado del Gobierno en el País Vasco a los 34, vicepresidente del Gobierno vasco a los 38, y secretario general del PSE desde hace ocho. Un largo camino, desde que empezó como aprendiz en una fundición de Pasajes. Le falta que los vascos le elijan lehendakari del país que quiere hacer.
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