Formación docente y cambio educativo
El cambio real de las formas de hacer de los enseñantes y de la vida cotidiana en las aulas no se corresponde casi nunca con los tiempos, las urgencias y las coyunturas de la implantación de un nuevo sistema escolar. Sean cuales sean los avatares de las diversas políticas educativas, las tareas pedagógicas, por su compleja naturaleza, están sujetas a una revisión constante e invitan a una continua reflexión sobre los fines de la educación, sobre las construcción social del conocimiento y su reflejo en los contenidos educativos, sobre los métodos de enseñanza, sobre las actividades del aprendizaje y, en fin, sobre el significado de la evaluación (o de la selección) escolar.De ahí esa metáfora tan reiterada que alude al enseñante como a un investigador en la acción educativa capa¡ de indagar sobre las teorías, obvias u ocultas, que subyacen en las prácticas educadoras. Y de ahí también el riesgo de que tal metáfora se convierta a la postre en un ejercicio retórico si no se dan las condiciones adecuadas al trabajo en los centros escolares y si no se destierran las rutinas que hacen posible esa frecuente alienación a la que nos han condenado, y aún condenan, unos hábitos profesionales que consagraban, y aún consagran, la división del trabajo escolar entre teóricos y prácticos, entre quienes sólo piensan y quienes aplican el conocimiento ajeno, entre quienes saben (un saber con frecuencia alejado de los ámbitos del aprendizaje escolar) y quienes hacen.
La creación en su día de instituciones de formación permanente como los Centros de Profesores (CEP) hizo posible avanzar en el lento y difícil camino de la reflexión cooperativa y del ejercicio del pensamiento crítico entre los enseñantes. El cambio era de tal calado que supuso un giro copernicano en los rumbos por los que hasta entonces discurría la formación continua de los enseñantes y contó en su día con el rechazo de la caverna pedagógica (clamó, y clama, por el retorno al útero materno del saber universitario), pero también el tiempo ha ido atenuando tales intenciones innovadoras, consagrando maneras de hacer arbitrarias y convirtiendo en ocasiones a los Centros de Profesores en herramientas funcionales al servicio de las diversas coyunturas de la implantación de la reforma.
Por otra parte, si hablamos de favorecer un cambio en las formas de hacer en las aulas, es obvio que no sólo se trata de poner el acento terapéutico en la formación permanente de un profesorado invitado a una auténtica reconversión profesional en instituciones de escaso prestigio académico, sino también de tener la firme voluntad preventiva de ir creando las condiciones que hagan posible una formación inicial más acorde con las orientaciones didácticas de la reforma educativa y una mayor coeherencia entre los saberes desplegados en las aulas universitarias y los saberes adecuados a las aulas de la escolaridad obligatoria.
El cambio en educación no debe limitarse a la adecuación de las estructuras escolares a las demandas del sistema social, sino que debe favorecer el fomento de las acciones pedagógicas que hagan posible las finalidades intelectuales, afectivas, morales y sociales expresadas en los objetivos del nuevo sistema educativo. Por ello, la formación docente debe orientarse no sólo a la mejora de las competencias técnicas de quienes intervienen en las aulas y en los centros sino sobre todo a la reconstrucción del pensamiento práctico de los enseñantes desde criterios éticos que incorporen una evaluación crítica de las normas y hábitos que rigen nuestras sociedades y que hacen posible la desigualdad, la insolidaridad y la discriminación entre las personas. Es esta perspectiva en la que cabe situar, hoy como ayer, el sentido de una labor educativa que contribuya a la emancipación de las personas y el ejercicio de la libertad.
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