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Tribuna
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El autobús poderoso

Existe un precepto universal, apoyado en la ley del embudo que asigna a los más fuertes el control vitalicio del mundo. En cualquier circunstancia. Y sin duda, nadie más fuerte o poderoso que esos seres de proceder disoluto y altanero, resbaladizos, truculentos y a la sazón peligrosísimos, que recorren las calles de Madrid al volante de un autobús municipal. Su territorio es urbano, cierto, pero no se halla en las aceras, y tal vez por eso más de un lector pedestre no haya reparado todavía en la escandalosa conducta vial que este gremio uniformado suele evidenciara su paso. Aquí estoy yo para informarles. No dudo que de paisano puedan ser buenos tipos. Rectifico: sí, lo dudo pero no lo niego; aunque en verdad poco importa este detalle a la hora de mantener un enfrentamiento cara a cara con ellos. Y es que antes o después todos hemos sufrido en propia carne la implacable acometida de un autobús haciéndose sitio a nuestra costa. Son momentos terribles: de repente, las sombras cubren nuestro automóvil, el orbe comienza a estrecharse en dirección al bordillo de la acera y todavía transcurren unos segundos de incredulidad antes de comprender que estamos siendo víctimas de una emboscada fatal. En resumen: que o frenamos y les permitimos pasar, o somos nosotros los que pasamos, sí, pero a formar parte de un emparedado póstumo, cuyo contenido, y me refiero en concreto al relleno, nos atañe de un modo bastante personal. No sé si me explico.Conviene remarcar también que si un semáforo en rojo, tras el incidente, nos ofrece por azar la posibilidad de situamos de igual a igual con el autobús (es un decir, una metáfora, un símil, es más, retiro la frase), tampoco está a nuestro alcance obtener una satisfacción adecuada. Podemos, eso sí, movemos a la derecha, encorvamos, aproximar la cabeza hasta la otra ventanilla y estirar luego el cuello para que el agraviante, en caso de conceder una mirada hacia abajo, pueda al menos, si no oímos, sí distinguir en nuestros labios el dibujo de un áspero apunte, a menudo relacionado con los quehaceres sociales de su santa madre. Pero a qué negarlo: tales maniobras no suelen surtir el efecto deseado, ya que estos sujetos, después de cometer una fechoría, primero disimulan, y luego proceden a apoyar los antebrazos sobre el volante, permaneciendo en todo momento tranquilos, displicentes y mirando al frente sin aparentes remordimientos. Los detesto.. No obstante, y atendiendo a razones de honor, desaconsejo esa vieja costumbre consistente en salir del coche blandiendo el puño, cegado por la ira, y con el ánimo de despellejar al ofensor en plena vía pública. Además de ¡legal y poco fino, también puede resultar ineficaz si el conductor del autobús es un gigantón del que haya que huir en el acto, o una nenaza (discúlpenme los colectivos feministas por el término, pero caguica suena peor), que se niegue con firmeza a abrir la puerta; o si se da la circunstancia de que el semáforo pasea verde antes de haber tenido oportunidad siquiera de golpear su ventanilla. En todo caso, no queda elegante llamar de ese modo la atención.

Se deduce, en consecuencia, a través de lo expuesto, que la única salida útil que nos resta es resignarnos, deprimirnos y abjurar de estos hunos mecanizados que se dirían exentos de clemencia y responsabilidad; como no sea, claro, ante Dios y ante la historia (esto ha ido con segundas). Sí, lector silencioso: mi amargura es innegable ante tales atropellos. Como mi miedo y mi impotencia; y al vuelo de esta aflicción, manifestaré que siempre tuve un sentir, una duda, un misterio a resolver que jamás me fue aclarado: ¿saben estos tiranos que los demás tenemos una madre? Y se me olvidaba; otra queja importante: este verano, una noche del mes de julio, mi amigo Nacho casi resulta despanzurrado por uno de estos mamuts con chapa. Fue embestido en la calle de Menéndez Pelayo, aproximadamente a las diez y cuarto, y todavía persiste en mi memoria su gesto tembloroso al cruzar, media hora después, el umbral de mi casa. Aquella noche, muy vulnerable, afectadísimo y sumamente disgustado, mientras me relataba una y mil veces el incidente, se dejó llevar por el desasosiego, pobre muchacho, y no sin cierta razón acabó con mis reservas de whisky. A mi entender (ignoro que opinará de esto el alcalde Manzano), el Ayuntamiento me lo debe. Por subsidiario y eso. Y así se lo demando.

Alfonso Lafora es escritor.

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