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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nostalgias laboristas

¿EN QUÉ quedamos? ¿Estamos ante un nuevo Partido Laborista británico, moderno, interclasista, liberado de viejos dogmas que amplios sectores de la opinión consideran antediluvianos, o ante la vieja formación de siempre, atenazada por juicios previos, posiciones berroqueñas y antiguas encantaciones de probada ineficacia electoral?La conferencia del partido británico en Blackpool ha saldado de manera crítica el último gran esfuerzo de aggiornamento de sus dirigentes, administrándole dos sonoras derrotas a su nuevo líder, el carismático Tony Blair. Rechazó por mayoría la solicitud de Blair de eliminar de los estatutos la autoproclamación como partido de las nacionalizaciones y la exigencia de un desarme nuclear unilateral del Reino Unido. Las votaciones han sido apretadas, pero al final la vieja guardia del izquierdismo utopista se impuso.

El laborismo actual parte de una tradición de socialismo fabiano, gradualista, sólo en los flecos teñido de marxismo, pero profundamente colectivista. En los últimos años, cuando ya lleva 15 en la oposición, el partido ha iniciado una larga marcha hacia posiciones centristas que reflejen mejor los resultados de la revolución técnico-científica y la pérdida relativa de peso de la clase obrera en el conjunto de la sociedad.

El nombramiento de Neil Kinnock como líder del partido había iniciado ya esa evolución seguida luego, hasta su prematuro fallecimiento, por John Smith, hombre síntesis que parecía a la vez contemporáneo y asentado en las raíces de siempre, y desde hace unos meses por Tony Blair, con la imagen del producto acabado, punto final de ese recorrido.

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Blair, de 43 años, anglicano practicante, obviamente alejado por el tipo de educación recibida del estilo sindicalizado de muchos de sus antecesores, es el hombre que se presenta al electorado como un nuevo tipo de laborista socialdemócrata muy a la europea, redistribuidor, sí, pero en absoluto apegado a recetas intervencionistas. Un líder, en definitiva, presuntamente capaz de plantar cara a los sucesores de la señora Thatcher, los grandes privatizadores del Partido Conservador, que desde hace 15 años disfrutan ininterrumpidamente del poder.

El valor, con todo, de esas dos votaciones debe sopesarse con cuidado. ¿Expresan el combate de retaguardia de una grey en disminución, que sabe que no va a inspirar la política laborista del mañana, o el pujante apego a unas señas de identidad sin las cuales el partido tampoco podría ganar unas elecciones generales? Blair cree, indudablemente, que lo primero. Los conservadores del primer ministro, John Major, que lo segundo. Por ello, el líder laborista ha minimizado el resultado, dando a entender que no es más que un honesto y democrático derecho al pataleo, y los tories han reaccionado con el más genuino regocijo al ver que sus rivales les servían en bandeja de plata esa oportunidad de presentarles ante el electorado como aquellos que no han aprendido nada. Y a sus jefes, como los autores de una mera revolución de palacio.

Lo que sí revelan, en cualquier caso, las votaciones de Blackpool es que el socialismo, y no sólo el británico, tiene todavía una gran limpieza de fondos que hacer; no necesariamente la de adoptar recetas neoliberales, pero sí la de despedirse de algunos objetivos que no sólo no pueden ser sino además son imposibles. Los electores ya lo saben. A los funcionarios de sus aparatos aún les cuesta trabajo entenderlo. Tony Blair tiene una gran tarea por delante. Antes de convencer al electorado de la pertinencia de la opción laborista tendrá que convencer a sus bases de que para ser la alternativa real al neoliberalismo tory deben superar la cultura de la pataleta y recuperar la voluntad de poder.

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