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Hacia una España posnacional

Fernando Vallespín

Un conocido historiador dijo en una ocasión que el nacionalismo es lo poco de religión que queda en nuestros días. Afirmación sin duda inexacta, porque la religión sigue mostrando un inmenso vigor entre numerosos grupos sociales, y funciona todavía como catalizador político en importantes zonas del planeta. Pero, sobre todo, estéril, porque la alusión implícita a la supuesta irracionalidad del nacionalismo no nos exime de tener que afrontarlo como problema y, a ser posible, encauzarlo dentro de un marco de discusión nacional.Comenzar negando lo evidente -su ineludible fatalidad-, a partir de una descalificación global de entrada, no sólo no parece lo más inteligente, sino que es además contradictorio, pues muchas de estas descalificaciones encubren, la mayoría de las veces -en España, por ejemplo-, los intereses de un nacionalismo frente a las prestaciones contrífugas de los otros. Es, pues, necesario partir de la constatación del hecho de la existencia en nuestro país de un juego asimétrico de lealtades nacionales y enfrentarlo a lo que hace que sea un problema: su resistencia a dejarse integrar a una unidad política en la que todos quepan cómodamente. Tarea dificil donde las haya, ya que, por definición, el nacionalismo sólo puede sostenerse desde su previa delimitación respecto de un otro, y únicamente parece encontrar su realización plena traduciendo esas diferencias en el pleno ejercicio de la soberanía.

¿Cabe imaginar entonces la preservación de lo que la experiencia nos presenta como ineludible, el sentimiento de identidad nacional, sin caer a la vez en el inexorable juego de exclusiones -de consecuencias casi siempre dramáticas- que su mantenimiento parece requerir? Éste es el eran reto al que nos enfrentamos en este fin de siglo y que afecta directamente a nuestro país, y ya en un nivel distinto, al propio proceso de integración europea. Desde la perspectiva de la teoría política, es también la gran asignatura pendiente a la que, salvo excepciones, no se ha prestado quizá la atención que merece.

Conviene comenzar recordando que los grandes conflictos han venido girando sobre tres ejes fundamentales, que hay que entender siempre en permanente interacción. Está, en primer lugar, el factor económico, producto sobre todo de la fractura que se abre entre las clases, y que encontró su manifestación más plástica en el enfrentamiento entre socialismo y capitalismo. Hoy, tras la implantación del Estado de bienestar y el reconocimiento generalizado de la economía de, mercado como el medio más eficaz para generar y distribuir recursos, ha perdido gran parte de esa fuerza que le convirtiera en la fuente central de la conflictividad política.

En segundo lugar, estaría lo que bien puede calificarse como la cuestión de legitimidad, que englobaría a todas aquellas disputas que afectan al marco institucional fundamental de la sociedad y tiene su reflejo en la tormentosa historia constitucional; pero también en el enfrentamiento, esta vez político, entre el liberalismo y el» socialismo de Estado. La indiscutible primacía que, en cada una de sus formas y variedades, ha alcanzado en nuestros días el principio de legitimidad democrática asentado sobre el Estado de derecho y la representación parlamentaria, ha contribuido a desactivar, también aquí, su tradicional conflictividad. Va de suyo que estos consensos de fondo no excluyen animadas disputas y enfrentamientos, muchas veces violentos, sin los cuales no sena concebible la política desde los límites del Estado de bienestar hasta la discusión en torno a cómo hacer más eficaces las libertades- Su enorme virtud -por recordar algo obvio- reside en permitir una discusión sobre política económica, por ejemplo, sin tener que cuestionar las bases sobre las que se asienta el sistema económico, o sobre la reforma de la ley electoral sin necesidad de recuperar retóricas pretéritas favorables a la democracia directa, el sistema de los sóviets o, en el otro polo, las ventajas del liderazgo no sujeto a controles rigurosos.

Ninguno de estos consensos de fondo se da, sin embargo, respecto al tercer factor, al que a falta de una mejor expresión lo presentaremos como el conflicto de las identidades. Identidades políticas, entre las que destaca sobre todas las demás el factor nacional, pero también religiosas y culturales en sentido amplio. El tan debatido "choque de civilizaciones" de Huntington respondería a la creciente traslación de este conflicto al ámbito de las relaciones internacionales, pero es en el interior de los Estados donde cobra mayor virulencia. Sirvan como muestra los conflictos étnico-nacionales de Yugoslavia y otros países de la Europa del Este, o el enfrentamiento secularismo-fundamentalismo en Argelia y Egipto, sin olvidar las crecientes colisiones que se producen en el mundo desarrollado entre las subculturas de emigrantes y la cultura establecida.

Una vez más, la experiencia nos enseña aquí cómo la capacidad de integración de la pluralidad que poseen determinadas sociedades es tanto más eficaz cuanto más asentadas estén en ellas las instituciones y la cultura del Estado liberal-democrático. Los Estados Unidos -aunque aquí no hay problema nacional propiamente dicho- y Suiza serían los ejemplos paradigmáticos, y cabría incorporar también al Reino Unido de no ser por el problema irlandés, donde, por cierto, a la fractura nacional se une también la religiosa y, sobre todo, otra de clase. No es casualidad que los libros de texto de historia de las escuelas de EE UU no lleven como es habitual el clásico título adoctrinador de Historia de..., sino títulos como El país de los libres o Dejemos que suene la libertad. La identidad nacional se construye desde la lealtad constitucional, y ello explica en parte la longevidad de su Constitución bicentenaria.

Cabe afimar, así, que en este tipo de sociedades el pluralismo de identidades nacionales, culturales, formas de vida, etcétera, se ve suplementado por una especie de meta-identidad integradora de todas las demás, que es la que fomentan los principios universalistas del Estado democrático. Precisamente porque son universalistas es por lo que en ellos puede reconocerse toda persona -y añadirle el calificativo racional sería tautológico- con independencia de dónde ponga después sus lealtades de grupo o de cómo conforme su identidad.

Donde esta identidad promovida por la cultura democrática existe habrá también una mayor capacidad de integrar las diferencias, al otro, y se conseguirá, a la postre, una mayor estabilidad política y social. Esta intuición básica es la que ilumina la figura del "consenso superpuesto" que recientemente ha fletado J. Rawls y está también en la base del concepto de "patriotismo constitucional" propuesto por Jürgen Habermas.

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En esencia, consiste en reconocer la creciente e inconmensurable pluralidad de formas de vida, valores, concepciones del bien y cualesquiera otros elementos que conforman la identidad de los distintos grupos sociales en las sociedades desarrolladas, y han reducido a cenizas los tradicionales referentes culturales unitarios. Se trataría, pues, de ensamblar desde arriba una identidad común a partir de principios universalistas regidos por el principio de la ciudadanía en los que pudieran converger esas lealtades particulares sin merma de su realización. Esto, que se ha resuelto hasta cierto punto en lo referente a las distintas formas de vida o creencias religiosas, no parece tan secillo con plenitud sin verse enajenado por portar un pasaporte español; o sentirse español sin para ello, tener que negar la coexistencia de este sentimiento con otros distintos dentro de una misma unidad política. España es una unidad política.

Pero conviene no perder de vista tampoco que dentro del territorio de las distintas nacionalidades históricas pervive, a su vez, una distinta gama de lealtades nacionales de diferente intensidad; éstas son también "plurales". Retóricas diferenciadoras como la distinción entre Ios de fuera" y "los de aquí" no hacen sino reconocerlo implícitamente, y apuntan hacia una dinámica dirigida a reproducir el mismo esquema de integración nacional forzada que siempre ha seguido el nacionalismo español. Trascender cuanto antes estas retóricas desintegradoras y excluyentes del nacionalismo decimonónico, que es en definitiva a lo que se alude con la partícula pos, no sólo equivale a reconocer los imperativos sociológicos de la sociedad moderna, cada vez menos pendiente de las fronteras, sino que revierte a la postre en el fortalecimiento de lo que antes llamábamos el principio de legitimidad. No en vano éste forma parte también de nuestra identidad común.

No es preciso recordar, sin embargo, que si el principio rector ha de ser la ciudadanía, esto sólo podrá ser posible abriendo el debate a los ciudadanos y no reduciéndolo a una mera componenda entre élites políticas. Bienvenida sea, pues, la reforma del Senado, y cuantas hagan posible ese tránsito hacia una España posnacional. No es fácil, ni siquiera conveniente, prever cuáles hayan de ser las medidas de ingeniería constitucional que nos conduzcan a esa meta, intuyo que mínimas, ni cuándo podamos cobrar conciencia de haber traspasado ese umbral. Quizá cuando catalanes, vascos y gallegos gocen de administración territorial única y partidos nacionalistas de esas comunidades acepten sin empacho, incluso con gusto, formar parte del Gobierno del Estado, y esto se vea como normal por parte de las otras fuerzas políticas. En último término se trata de un proceso abierto en el que los ciudadanos tienen la última palabra.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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