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Los puñales en alto

Mario Vargas Llosa

Si los Gobiernos latinoamericanos no fueran lo que son, la acción contra la dictadura del general Raoul Cédras, para restablecer el Gobierno democráticamente elegido y derrocado por los militares haitianos, del presidente Jean Bertrand Aristide, hubiera debido ser dirigida por la OEA (Organización de Estados Americanos), y llevada a cabo por una fuerza continental. De este modo, la comunidad civil y democrática de las Américas hubiera corregido una injusticia política, castigado los crímenes cometidos contra el pueblo de Haití por el puñado de bandidos uniformados que asaltó el poder en Puerto Príncipe en 1991, y -lo más importante de todo- sentado un precedente capital para disuadir a los potenciales golpistas en América Latina de atentar contra los Gobiernos legítimos.Pero ya sabemos por qué las cosas no ocurrieron así y por qué, en los hechos, ha sido sólo el Gobierno de Estados Unidos el que ha asumido la responsabilidad de la llamada "Operación rescate de la democracia". Que el Consejo de Seguridad, con la resolución 940, del 31 de julio, diera la luz verde a Washington, autorizando que se empleen "todos los medios necesarios" para restablecer el Gobierno legítimo de Haití, y que el propio presidente Aristide urgiera a la ONU a emprender "una acción rápida y decisiva", cubre las apariencias legales, sin duda, así como la simbólica escolta, junto a las norteamericanas, de fuerzas de algunos países occidentales y del Caribe, permite al presidente Bill Clinton presentar la operación caribeña ante la comunidad internacional como obra de una fuerza colectiva. La cruda realidad es que lo que debió haber sido una acción conjunta de los países democráticos del continente ha terminado por ser una iniciativa exclusivamente estadounidense y dictada, en gran parte, por razones de política interna de ese país: las elecciones parlamentarias de noviembre y los bajos índices que las encuestas conceden a Bill Clinton en la consideración de sus conciudadanos.

Si el resultado de esa negociada intervención de los marines en Haití sale bien, habrá que felicitar al presidente norteamericano por el pragmatismo con que, en el último minuto, ahorró un baño de sangre -otro más- a los haitianos y puso fin a la agonía atroz a que, desde hace tres años, los tenía sometidos la banda de criminales encabezados por Cédras y el tenebroso coronel Michel François. Y, por supuesto, urgirlo a que abrevie la presencia de las tropas de intervención en Haití a lo indispensable, es decir, la reinstalación del Gobierno que el electorado haitiano llevó al poder con, no lo olvidemos, el 70% de los votos, en las elecciones más libres de la historia de este trágico país antillano.

Sin embargo, lo cierto es que el acuerdo entre los golpistas y el ex presidente Carter, el general Colin Powell y el senador San Nunn despierta más inquietudes que certezas sobre el futuro de la democracia en Haití. Por lo pronto, gracias a él, los líderes militares golpistas, a quienes el presidente Clinton acusaba, sólo una hora antes del acuerdo, de perpetrar los peores crímenes que haya cometido régimen alguno en el continente, se han convertido, como por arte de magia, en militares honorables", que tienen por lo menos un mes más en el poder para poder seguir cometiendo las fechorías que crean necesarias y para minar el suelo sobre el que va a funcionar la restablecida democracia cuando el presidente Aristide retome el poder, de tal manera que su Gobierno sea un inevitable fracaso.

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El corresponsal de The New York Times informaba el domingo 18 de septiembre que, mientras tenían lugar las conversaciones de Cédras y Carter, en las barriadas miserables de Puerto Príncipe los soldados y los matones paramilitares del FRAPH continuaban los asesinatos de los partidarios de Aristide a la vista de todo el mundo. Así pues, siendo una evidencia abrumadora que el llamado Ejército de Haití es, además de la fuente primera de la corrupción y de la delincuencia en el país (por su asociación orgánica al contrabando y al narcotráfico), el obstáculo mayor para el funcionamiento de las instituciones de la sociedad civil y de un Gobierno representativo, ¿cómo podrían surgir la legalidad, la libertad y reformas civiles profundas bajo la tutela de ese Ejército que, con los líderes golpistas a la cabeza, acaba de ser legitimado por el Gobierno de Estados Unidos, el que, además, ha garantizado a Cédras, François y compañía, con su promesa escrita de amnistía parlamentaria para los responsables del golpe, la impunidad por los crímenes pasados y libertad de acción para seguir cometiéndolos en el futuro? No sé si la presencia de los 15.000 marines en Haití, en las condiciones pactadas con la dictadura por la Casa Blanca, mejorará la imagen de incompetencia como líder del mundo democrático de Bill Clinton -a mis ojos, por lo menos, la ha confirmado-; sí estoy seguro, en cambio, de que ella no va a poner fin a los padecimientos de Haití y tampoco va a restablecer la democracia que le fue arrebatada hace tres años, sino que constituirá un mero simulacro que, a la corta o a la larga, desembocará en una nueva dictadura y su inevitable corolario de matanzas.

Nada de eso hubiera ocurrido si la operación "Rescate de la democracia" en Haití la hubieran liderado y ejecutado esos Gobiernos latinoamericanos que, por falta de visión de futuro y de espíritu solidario, para no hablar de carencia de principios, mediocridad y cobardía, se lavaron las manos, absteniéndose a la hora de pronunciarse sobre el asunto en las Naciones Unidas, o hicieron el desplante formal de oponerse a la intervención a la vez que sus cancillerías susurraban en el pabellón del oído de Bill Clinton que actuara cuanto antes contra los golpistas de Puerto Príncipe. Hay que hacer votos por que no se vea, ninguno de ellos, en un, futuro próximo, en el trance del presidente Aristide en 1991, derribado por un acto de fuerza de unos cuarteles donde, por desgracia, ha penetrado sólo débilmente el nuevo espíritu en favor de la legalidad y la libertad al que aquellos Gobiernos deben su existencia. Pues, si ese liberticidio ocurriera, ¿con qué autoridad moral podrían pedir ayuda a la comunidad de naciones libres, en contra de los putschistas aborígenes, quienes se la negaron a Haití?

Todas las razones esgrimidas por los Gobiernos de América Latina oara no apoyar la acción encaminada a reponer a Aristide en el poder pueden resumirse en una palabra, en un concepto que, en nuestros días, es ya en gran parte una ficción jurídica, un espejismo ideológico vacío de sustancia: la soberanía nacional. Según ella, cada nación constituye una compacta unidad de tierra, cielo, historia y ciudadanos muertos y vivos dotada de libre albedrío e intangibilidad en su conjunto y en cada una de sus partes, contra la que ninguna otra nación puede ejercer forma alguna de presión ni menos intervenir sin cometer un crimen imperialista y colonialista y sin violentar en su esencia el orden jurídico internacional.

La realidad, sin embargo, es que la soberanía es un atributo relativo, que existe y que se ejerce en función del poder económico, político y militar de país, y dentro de unos límites cada vez más encogidos, por una interdependencia creciente entre las naciones, ese formidable proceso de internacionalización de la vida que, habiendo comenzado en las naciones desarrolladas luego de la Segunda Guerra Mundial, ha ido abarcando poco a poco Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior todo el planeta. Hoy, en buena medida, la soberanía se ha convertido en una antigualla exótica y decorativa. que a los países que se empeñan aun en ejercitarla a la vieja manera, les trae muchos más perjuicios que beneficios. Pues son sobre todo las satrapías vesánicas las que agitan el espantajo de la soberanía nacional a fin de poder seguir perpetrando sus crímenes por tiempo indefinido y en la total impunidad.

La interdependencia de las naciones del mundo tiene algunas desventajas, tal vez, desde el punto de vista de quienes creen que es una gran pérdida para la humanidad la desaparición del color local y de las culturas folclóricas y el espíritu regionalista -la cálida intemporalidad de la vida tribal-, pero tiene, asimismo, enormes beneficios desde el punto de vista del desarrollo económico y de la lucha contra la barbarie en esas tres quintas partes del planeta que todavía viven en el atraso, en la pobreza y en la opresión. Para ellas, la progresiva disolución de las fronteras y la creación de mercados mundiales en los que pueden insertarse, aprovechando sus ventajas comparativas, abre unas posibilidades de progreso material y de elevación de los niveles de vida a un ritmo que no tiene precedentes en la historia. Y, desde el punto de vista político y social, concede a sus ciudadanos la oportunidad, también inédita, de recibir amparo y ayuda por parte de la comunidad internacional contra los crímenes y abusos de que los hacen víctimas sus verdugos.

Es verdad que este último aspecto de la progresiva internacionalización -la acción concertada de las naciones democráticas para poner fin a los excesos de las tiranías contra los pueblos propios o ajenos- apenas comienza a materializarse -como ocurrió cuando Irak pretendió tragarse a Kuwait-, y no siempre en una acción bien planeada y exitosa (en Somalia fracasó), y que, en otros casos, por disparidad de criterios entre los Gobiernos occidentales no acaba nunca de concretarse pese a la evidente necesidad que hay de ella (como en Bosnia). Pero es un hecho que la interdependencia es una realidad irreversible, que ha comenzado a eclipsar la noción de soberanía no sólo en el campo económico, también en el político, y que, siendo éste el mundo en que vivimos, en vez de jugar al avestruz, conviene afrontarlo tal como es y sacar de esa interdependencia el máximo provecho.

Esto, desde la perspectiva de América Latina, un continente donde la democracia y una nueva cultura popular a favor de la legalidad y políticas de mercado va echando raíces con una amplitud y un vigor sorprendentes, significa trabajar de manera concertada y enérgica para. salvaguardar este proceso contra quienes quisieran frenarlo y revertirlo, sancionando, por ejemplo, en lo económico, en lo político y, en casos extremos como el que representa Haití, en lo militar, a quienes destruyen la legalidad y, valiéndose de la fuerza bruta, desconocen los resultados electorales y pretenden restablecer la tradición autoritaria. Porque la única soberanía real, la única digna de ese nombre, es aquella que conquistan los pueblos cuando se emancipan de sus tiranos, alcanzan formas decentes de existencia y viven dentro de la ley. Es muy dificil que Jean Bertrand Aristide consiga ahora materializar este objetivo volviendo inerme y con las manos atadas a un palacio de Gobierno donde, como en una tragedia de Shakespeare, en cada pasillo o rincón lo esperan los enemigos de la libertad con los puñales en alto.

Copyright Mario Vargas Llosa 1994.

Copyright Derechos mundiales de prensa reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1994.

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