Un día de septiembre
En un pueblo que frecuento con cierta asiduidad se celebra todos los años en el mes de septiembre una romería muy lucida, con dulzainas, tamboriles, muchos automóviles recién lavados, mucha señora recién salida de la peluquería y gigantescos pendones de color carmesí. La campa donde se halla situada la ermita domina dos de las sierras más potentes del Sistema Ibérico, y en el paisaje asoma el espinazo de las peñas jurásicas que cruzan la meseta desde Cantabria a Soria formando una cadena discontinua, como los signos de un palimpsesto geológico sobre el que se ha trazado la escritura de la geografla actual. El horizonte es amplísimo y no es raro que el perfil de algunos de aquellos hombres que bailan una danza bárbara delante de la Virgen se recorte sobre un paisaje de cincuenta a cien kilómetros de profundidad.A la romería acuden los vecinos de tres pueblos circundantes. La tradición de la fiesta se remonta a cierta antigua repartición de pastos y a la jurisdicción sobre bosques comunales con derechos de leña y caza. La ermita es de proporciones modestas. En su espadaña hay un nido de cigüeña y en la tejavana duerme la lechuza. La diversión consiste en misa, procesión y baile de mediodía, que con una insólita elegancia burguesa se denomina baile vermut. Hay baile de tarde y noche amenizado por orquestas provinciales afamadas. Hay discusiones entre Teófilas adultas y Vanessas adolescentes. Y al cabo, cuando se disuelve la congregación de automóviles, y a las mujeres se les ha deshecho el moño, y se recogen con esfuerzo los pendones,y en las peñas se apaga el eco de los últimos decibelios, el lugar queda tan solitario y entregado al señor de los vientos como en la primera madrugada de la creación.
Algún mérito tenía la romería y la jota serrana cuando a finales de los años cincuenta acudió a filmarla el No-Do. Poco sabemos del No-Do los que éramos niños cuando el No-Do, salvo que se imponía como un preludio aburrido e insoslayable a la película del domingo Pongamos que se trataba de un departamento del Ministerio de Información y Turismo donde el registro filmado de la jota serrana jugaba un papel decisivo y secreto, a medio camino entre la antropología arcaica y la propaganda de una arcadia franquista de felicidad rural
Volvamos a mi romería. Nadie recordaba en los contornos que por allí hubieran pasado unos señores con un trípode al hombro y una cámara de manivela interesados en filmar el chun-chún local. Se había perdido la memoria de que la jota serrana fuera una pieza clave en la estrategia del franquismo. Nadie había visto nunca el episodio del No-Do donde la fiesta de la ermita s alía en el No-Do. Y de repente, a través de unos canales sin dudaran complicados como los que hacen salir a la luz documentos secretos de la Stas¡, llega al pueblo una cinta de vídeo con la grabación ' de aquel fragmento del No-Do. Sé convoca la sesión para la hora de la siesta. La olorosa multitud se reúne en la taberna para asistir en la pantalla a la resurrección de los muertos. Y de eso se trataba. Cada uno reconoció a sus muertos, a su padre, a su tío o a su abuelo, bailando en blanco y negro la jota. Eran mozos con el perfil duro y contrastado sobre una limpia tarde de septiembre. Como en los clanes y fratrías, cada uno reconoció el rostro de, un familiar, cuyos rasgos llevaba en su propio rostro. De todos los que aparecían en pantalla sólo se supo de uno que no hubiera fallecido. Un adulto se reconoció niño. Los demás eran fantasmas que bailaban encadenados al celuloide. Prisioneros del folclor, los pujantes mozos de la romería del 57 ya no vivían, eran espectros que sólo sabían bailar.
El verano de 1957 se caracterizó por el lanzamiento al mercado de un nuevo producto de helados La Menorquina. El acontecimiento, como es de suponer, interesó mucho más a los niños de aquella época que cualquier documental folclórico del No-Do. Vaya por delante que los helados de la marca La Menorquina, adquiridos hace años por una multinacional, perdieron su calidad al mismo tiempo que el artículo. La actual cadena de helados Menorquina sólo ofrece una torpe imitación de engañosos colores farmacéuticos de lo que fueron sus helados de antaño, y aunque sé que algunos sectores intelectuales defienden ciertas marcas de impronunciable nombre frisón o pomeránico hay que reconocer en el sabor de la heladería actual el inconfundible regusto a los derivados aromáticos de la industria del petróleo. El producto que helados La Menorquina presentó a sus consumidores el verano de 1957 era una verdadera joya del mundo de los helados. El modelo se denominó precisamente así, 57. El cliente solicitaba "un 57. Amorosamente envuelto en papel de plata, el 57 llevaba su cifra impresa en colores. Era un helado del tipo bombón, sin palo, de formato rectangular, y contenía, por orden secciones longitudinales de vainilla, chocolate, fresa, nata, y hasta seis o siete sabores distintos. Era una orgía de 10 por 12 centímetros, de lado aproximadamente, y centímetro y medio de espesor. Su duración, según la velocidad que desarrollara el niño, podía alcanzar los 15 minutos a la temperatura media del verano cantábrico. Como las grandes añadas del Rioja, o los modelos más exuberantes de Chevrolet, el 57 marcó un hito. Muy pocos helados han llegado a alcanzar la categoría estética y gastronómica de aquel modelo 57, del que se. dice que quedan algunos ejemplares en manos de ciertos coleccionistas privilegiados que los conservan celosamente en su congelador.
Los tiempos han cambiado mucho desde aquel verano de 1957 en que el No-Do filmaba la jota serrana y triunfaba la heladería española frente a las poderosas corporaciones de la química internacional. Hoy día los niños degustan helados diseñados por mutantes, no detestables en sí, quizá incluso proféticos. Por otra parte, en el Estado de las autonomías, los bailes regionales han cobrado una importancia que jamás hubiera podido imaginar el operador antropológico del No-Do. Sería tan fácil como inútil constatar la brumosa lejanía de un verano anterior a nuestro uso de razón.
Pero también han cambiado mucho los tiempos desde que en el otoño de 1982 llegara al Gobierno una pujante generación de mozos políticos, que hasta entonces únicamente había ensayado los bailes rituales del poder en la cómoda palestra de la oposición. Parece que la década prodigiosa, la que permitió que todo un país se sintiera posmoderno sin haber llegado a ser contemporáneo, acentuó de tal manera los gustos y los perfiles que se nos antoja arcaico lo que hace unos años era materia de moda, de intenciones o de ilusión. Así pues, los cambios de estilo, la reiterada proyección de imagen, los pregonados y no por ello nuevos acordes de dulzaina, no hacen más que anunciar que los mozos siguen bailando, aunque en el ánimo de cada uno hayamos comprendido que se trata de espectros. Asistimos al baile de, quienes fueron admirados y hay quien pone una vela a la resurrección de los muertos. Se han edificado tortunas enteras con sólo saber quién tocaba el tamboril.
Queda la cuestión no desdeñable del helado. En las mejoradas condiciones de la romería económica, ¿de qué sabores se compondrá el Gobierno que salga al mercado en el otoño, pongamos, del 96? ¿Cómo vendrá empaquetado? ¿Qué casa lo venderá? Habrá que contar con el gusto de los sufridos consumidores, tan decepcionados con el fracaso de la heladería de diseño como escépticos frente a los nuevos modelos de la heladería tradicional.
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