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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Víctimas del olvido

LA VíCTIMA del delito ha sido tradicionalmente el convidado de piedra del sistema penal. En España y fuera de ella. De ahí que en la última década hayan surgido, tanto en Europa como en EE UU, movimientos jurídicos y sociales que reivindican una mayor preocupación por los derechos de la víctima del delito. No contra las garantías del delincuente -hábeas corpus, asistencia letrada, juicio justo-, sino a favor de los derechos de las víctimas.En España, esta carencia del sistema penal ha salido a la palestra pública a propósito de las ya numerosas víctimas del terrorismo. Pero afecta también a las víctimas de otros delitos violentos: un millar largo de delitos contra la vida (asesinatos, parricidios y homicidios) que se producen anualmente, y muchos mas de lesiones que llegan cada año a los tribunales. La idea de que no basta con que el delincuente pague con la cárcel la deuda contraída con la sociedad, sino que debe correr también con la reparación de los daños causados a su víctima, se ha abierto paso como una exigencia del Estado de derecho. Y a los poderes públicos les resulta cada vez más difícil soslayarla y no articularla en un sistema legal que contribuya eficazmente a esa reparación.

Con años de retraso respecto de algunos países, el Gobierno y las fuerzas políticas se dicen dispuestos a ponerla en práctica. Pero de momento no han ido más allá de los buenos propósitos. El Ministerio de Justicia e Interior traba a en la creación de un fondo de asistencia a las víctimas, como forma de compensación o de adelanto de las indemnizaciones judiciales. Y el Partido Popular acaba de presentar en el Parlamento una proposición de ley más elaborada en este sentido.

Pero si el daño debe ser reparado, en principio, por quien lo ocasiona, sería injusto que el Estado asumiera esa carga sin más. Sólo cuando la insolvencia del delincuente sea manifiesta y quede fehacientemente demostrada o haya sido imposible encontrar al autor del daño es admisible que la sociedad en su conjunto acuda solidariamente en socorro de -la víctima. El coste económico sería difícilmente soportable -se habla de unos 700.000 millones de pesetas al año- sin una paralela agilización de los mecanismos legales existentes, o de otros que puedan arbitrarse, para que el delincuente haga frente a sus responsabilidades.

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Ello remite a un estilo de hacer justicia no tan burocratizado como el actual: los jueces deberían contar con medios para averiguar los bienes y medios de vida con que cuenta el inculpado o condenado, y no limitarse a solicitar certificaciones de Hacienda o declaraciones de renta que a veces nada tienen que ver con la realidad. También sería deseable un proceso penal en el que la víctima tenga más protagonismo y pueda exigir en el instante mismo de padecer el daño las correspondientes medidas cautelares de protección económico-social.

El caso de la colza, paradigmático en muchos aspectos, lo es también de la falta de reflejos con que suele actuar la justicia en la defensa de los derechos de la víctima. Cuando quiso reaccionar para asegurar la reparación debida no había ningún bien que embargar a quienes causaron el mal. Y ahora la Asociación de Víctimas del Terrorismo ha denunciado los casos de los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha o de la joven Yolanda González como muestras de la incuria o de la insensibilidad de la justicia y del ministerio fiscal en este terreno: los culpables están fuera de la cárcel; trabajan o tienen negocios, pero nadie les ha recordado que todavía tienen una deuda que saldar -las indemnizaciones fijadas en la sentencia- con las víctimas sobrevivientes de su crimen o con los familiares de las fallecidas.

El ministro Belloch ha establecido las bases para una solución económicamente viable: "Lo razonable es que primero pague el delincuente. Pero si carece de medios, lógicamente debe el Estado también amparar a las víctimas". Lo que procede, pues, es que la justicia active los mecanismos que tiene a mano para que el delincuente pague y que el Estado arbitre medidas alternativas para que las víctimas no queden sumidas en el desamparo.

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