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Epidemia de miedo en Burundi

La burguesía es tutsi, pero los que padecen la violencia son tutsis casi tan pobres como sus vecinos hutus

Alfonso Armada

Gitega 'Nacidos para gobernar". Los colonizadores, primero alemanes y fuego belgas, fomentaron la falacia de que los tutsis eran no sólo más altos y más guapos, sino más inteligentes que la mayoría hutu. Y para probar esa fama mantuvieron a los campesinos hutus lejos de la educación y del poder. Así se preparó el por venir de Burundi. Desde que el país logró la independencia, en 1962, los enfrentamientos entre la mayoría hutu (85%) y la minoría tutsi (14%) se ha resuelto en feroces derramamientos de sangre. El último sucedió en octubre, tras la muerte del primer presidente hutu del país, Melchior Ndadaye. El Ejército monoétnico (formado en un 95% por tutsis) mantuvo el control tras una feroz represión. Pero la minoría tutsi no deja de pagar esas secuelas. Muchos son refugiados en su propio país.

Lo terrible es que, si bien buena parte de la burguesía acomodada es tutsi, los que padecen la violencia étnica son tutsis casi tan pobres como sus vecinos hutus. Pero con el Ejército de su parte. Eso no ha impedido, sin embargo, que, tras octubre del año pasado, el país se llenara de campos de desplazados y que buena parte de ellos estén formados por tutsis. Como el de Mushasha. Allí han acudido tutsis de las colinas que rodean Gitega y de la propia ciudad. Un cercano destacamento del Ejército les protege de las iras de sus vecinos.

Son 2.000 personas: 1.200 niños (900 de ellos, huérfanos), y el resto, en su mayor parte, mujeres. La mayoría de los hombres murieron en octubre. El único desplazado que sabe francés es también el único hutu que reside en el campo de Gitega, Mathias Ndaruzaniye, maestro de 43 años, pequeño y jorobado, con mujer y cuatro hijos: "Nuestras casas han sido destruidas y tenemos miedo de volver". El miedo, que se ha convertido en una epidemia.

Los niños brotan como racimos, miran con sus ojos descomunales, harapientos, descalzos, sonrientes en medio del ostensible desastre. El suelo es de cemento o de tierra, las ventanas carecen de cristales y las estancias están ocupadas por atados de leña, mantas zarrapastrosas y útiles de cocina salvados en la huida del desastre. El agua han de arrastrarla en bidones desde un río cercano. Pero Mathias, con lágrimas, se dice en voz alta que "hutus y tutsis deben vivir juntos, están condenados a ello, es la única 'Solución". Es lo que predica Germán Arconada, un padre blanco español que ha pasado casi 30 de sus 57 años en Burundi.

No lejos del campo de la colina de Mushasha, Arconada intenta ponerlo en práctica: apretadas hileras de mujeres levantan sus azadas al unísono mientras cantan: "El padre nos da arroz, el padre nos da arroz". Es el salario por cuatro horas de aplanar una colina para construir un campo de fútbol o abrir una carretera. "El kilo de arroz cuesta 170 francos ruandeses [unas 95 pesetas]. El salario mínimo son 140 francos. Yo les doy un kilo por cuatro horas de trabajo". El arroz lo envía la Embajada belga. La idea es evitar la caridad y fomentar la convivencia interétnica en el trabajo. En la colina, azada en mano, cavan mujeres tutsis y hutus, y muchas de ellas con el niño a la espalda, respirando el mismo polvo que remueven. Pero a Arconada, que ha vivido las sangrías del país desde la independencia, le cuesta creer en un futuro de paz. Admite que los altos mandos del Ejército han comprendido que el pacto es el único camino, pero "los pequeños jefes están podridos y son los que roban y matan". En ocasiones, como a muchos curas y misioneros que han entregado su vida en defensa de la mayoría desfavorecida, les puede la pasión. Arconada no es una excepción, y su simpatía hutu le ha granjeado problemas.

Es como si él, como muchos otros, quisiera lavar un pecado de las Iglesias e n Burundi y Ruanda, que convirtieron a los tutsis en pueblo elegido y volcaron en ellos la enseñanza y consagraron la desigualdad. Los tutsis prueban ahora la misma medicina que durante siglos hicieron tragar a la mayoría. Aunque el poder real sigue en sus manos. Gitega, como muchas otras islas étnicas a lo largo y ancho de Burundi, se eternizan. Y el tiempo en los campos de desplazados lo único que hace es alimentar el odio, que en Burundi:, como en Ruanda, tiene raíces profundas.

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