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La demolición como una de las bellas artes

"Las fragilidades de un sistema no provocan rápidamente su caída a menos que alguien las ponga de manifiesto y deje que sus efectos sean notorios rehusando ayudarlo". (J. F. Revel, La recuperación democrática). Desde que el socialismo alcanzara el poder, en 1982, y hasta el 6 de junio de 1993, en que perdió la mayoría absoluta, Convergència i Unió ha mantenido -salvo durante el paréntesis de virulencia del caso Banca Catalana- una actitud de permanente colaboración solapada con el Gobierno central en el campo de la política económica y social, y de no menos ininterrumpida tensión en la vertiente de la reivindicación autonómica.A partir del 6 de junio de 1993, este esquema dejó de ser válido y CiU se vio obligada a salir al proscenio y constituirse sin disimulo posible en el sostén explícito de Felipe González. De esta forma, el apoyo nacionalista a un socialismo terminal ha pasado a ser uno de los puntos esenciales del debate público en España a lo largo de los últimos meses, y su justificación ante sus electores y ante la ciudadanía en general, una de las preocupaciones centrales del nacionalismo catalán y de su líder.

Es por ello del mayor interés analizar las razones aducidas por CiU para convencer de la bondad de su proceder, comprobar su verosimilitud e intentar, en su caso, elucidar los auténticos motivos que han inducido a Jordi Pujol a acometer el penoso ejercicio de sostener en sus brazos a un cuerpo agonizante.

Examinemos en primer lugar la versión convergente. Su línea argumental presenta tres pilares básicos. El primero consiste en esgrimir la necesidad de asegurar la estabilidad y la gobernabilidad del Estado. El segundo radica en su capacidad de obligar al Gobierno socialista a inflexionar su política económica en sentido favorable al dinamismo empresarial. El tercero se centra en la presión que el nacionalismo catalán puede hacer para forzar al PSOE a erradicar la corrupción.

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No se necesita una lupa para llegar a la conclusión de que la tríada en cuestión es de una decepcionante endeblez. Un Gobierno que vive en el sobresalto permanente de esperar qué nuevo escándalo le destapará un prófugo que se ha llevado consigo información altamente peligrosa relativa a la seguridad del Estado, y que tiene detrás un partido hendido en dos mitades que se odian entre sí, no parece un epítome de estabilidad, por fuerte que sea la muleta que el nacionalismo catalán le proporcione. En cuanto a cuatro retoques epidérmicos a los presupuestos o una reforma laboral tímida y tardía, difícilmente pueden ser considerados una auténtica rectificación del rumbo económico. Pretender, por último, que sean los que han urdido y montado Filesa, nombrado y mantenido a Roldán y se han repartido amigablemente los fondos reservados del Ministerio del Interior a espaldas del fisco los que ahora se transformen en arcángeles purificadores revela un exceso de optimismo sobre la naturaleza humana y un desconocimiento profundo de las causas estructurales de la corrupción socialista.

Por tanto, una vez desmontada la tramoya engañosa, pasemos a esclarecer los auténticos motivos por los que Jordi Pujol ha asumido conscientemente el peligro de asociarse, bien que sea temporalmente, con un socialismo agotado, dividido y desprestigiado. Dado que los eventuales costes podrían ser muy altos, los beneficios esperados han de ser asimismo muy sustanciosos.

Las verdaderas causas del soporte convergente contra viento y marea a Felipe González se adivinan fácilmente y son, al igual que las apócrifas, fundamentalmente tres. La primera es el encubrimiento mutuo de asuntos vidriosos. Cuando de forma casi simultánea el PSC se niega a constituir una comisión de investigación sobre el caso Casinos en el Parlament y CiU bloquea en el Congreso la comparecencia de Narcís Serra ante la comisión Roldán o cierra en falso sus conclusiones, aparece sin demasiado recato una colaboración de tintes más que turbios.

La segunda es la exigencia y obtención de contrapartidas políticas y financieras. La gestión de los fondos de cohesión europeos, la cesión de competencias en materia de seguridad o la modificación de leyes básicas tan trascendentales como las relativas a puertos, costas o al suelo constituyen otros tantos apetitosos mordiscos al erario público y fuentes adicionales de poder y de tutela sobre el tejido social que la voracidad nacionalista se precipita a engullir.

En cuanto a la tercera, se sitúa en la estrategia pujolista a más largo plazo y ofrece un carácter particularmente sutil y siniestro. A nadie se oculta que muchas dificultades para culminar la definición y el asentamiento del Estado de las autonomías radican más en la debilidad de las fuerzas centrípetas que cohesionan a España como proyecto global que en la intensidad de las fuerzas centrífugas azuzadas por los nacionalismos catalán y vasco, aun siendo éstas de considerable pertinacia y virulencia. Por tanto, resulta evidente que sirve por igual a los objetivos últimos de Jordi Pujol el progresivo encrespamiento de la conciencia diferencial catalana como la postración de la común realidad española. Todo aquello que contribuya a hacer aparecer España a los ojos de los catalanes como un horizonte poco atractivo, un propósito periclitado o un escenario hostil debe ser, en este contexto, estimulado, mantenido y magnificado.

El espectáculo que ofrecen los patéticos estertores de un Gobierno español que se cuece en el fuego lento de su ineficacia y de su envilecimiento moral no invita precisamente a sentirse parte de una tarea aglutinadora, sino que, por el contrario, anima a la separación y al distanciamiento. De ahí que la prolongación en el tiempo de semejante situación encaje perfectamente en los planes nacionalistas de desaparición de España como sustancia profunda y de su reducción a una mera superestructura administrativa y jurídica que los sucesivos embates de la reivindicación periférica irán difuminando y troceando hasta su definitivo desmantelamiento.

Cuando algunas voces del espacio liberal-conservador nos recuerdan el enorme beneficio que reportaría al Estado una participación leal y sincera del catalanismo político en el Gobierno de la nación, y pretenden que esta asignatura pendiente puede ser aprobada con el concurso de la coalición hoy mayoritaria en Cataluña, hablan desde la ingenuidad, el interés espurio, los complejos de origen o el despecho. Ese catalanismo político, capaz de implicarse sin reservas en el atrayente destino común, floreció en las dos primeras décadas de este siglo, pero se extinguió sin dejar herederos. De hecho, su reconstrucción debería ser la máxima prioridad de los sectores más dinámicos, decisivos e ilustrados de la actual sociedad catalana. Mientras tanto, hay que tener bien presente que la llave de la gobernabilidad de España, puesta en manos de Jordi Pujol, se transforma en la piqueta del demoledor, aunque, eso sí, enfundada en terciopelo para que el sonido de sus golpes quede adormecedor.

Los micronacionalismos reduccionistas y segregadores no pueden ser domesticados ni reconvertidos, ni apaciguados con concesiones. Sólo pueden y deben ser confrontados y vencidos en las urnas y en la opinión pública con firmeza y claridad. La ignorancia o el olvido de esta verdad palpable bajo el influjo de la coyuntura oportunista, del halago mendaz o del temor siempre suscita un enemigo poderoso y sin escrúpulos, es uno de los mayores peligros de nuestro momento histórico. Asumirlo y actuar en consecuencia, utilizando sin vacilaciones todos los medios que la democracia proporciona en una colectividad libre, es el mejor servicio que puede prestarse a Cataluña, a su tradición histórica más saludable y su identidad más enaltecedora.

Aleix Vidal-Quadras es presidente del Partido Popular de Cataluña.

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