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La reconstrucción de Beirut

Reconstruir una ciudad destruida por la guerra es una operación difícil y una experiencia a menudo desalentadora. Y el aso de Beirut es quizás más difícil y más desalentador porque e somete a unas circunstancias muy particulares.Además de la inestabilidad militar y social que todavía no permite una definitiva normalidad, en Beirut se manifiestan las consecuencias de un hecho realmente particular. Durante los 15 años de guerra demoledora el ritmo de nuevas construcciones prácticamente no disminuyó respecto al de antes de la guerra. Es un episodio insólito que quizás sólo se explique por la insólita estructura de la misma guerra: con armas del siglo XX -casi del siglo XXI- se organizaban batallas urbanas de carácter, método y espíritu medievales, y la sociedad, en consecuencia, la soportó recuperando la improvisación aventurera de la Edad Media. Como era de esperar, las nuevas construcciones se levantaron sin el menor control y fuera de toda normativa urbanística y técnica, con unas condiciones de habitabilidad y accesibilidad infrahumanas.

Así, Beirut ofrece hoy un doble panorama desalentador. Por un lado, están presentes las ruinas todavía: significativas de la ciudad tradicional, aniquilada primero por la guerra y luego por los derribos precipitados a menudo promovidos por los políticos y por los viejos terratenientes que prefirieron recuperar un suelo libre y limpio, aunque hasta ahora no hayan logrado desalojar los 20.000 squaters que lo ocupan. Es un fenómeno frecuente: los propietarios de Berlín, por ejemplo, bien secundados por los urbanistas, aprovecharon el desbarajuste de la posguerra para demoler lodo lo que, quedaba en pie y evitar así las dudas de la restauración, provocando una ruina quizás superior a la de la propia guerra.

Por otro lado, han aparecido unos nuevos barrios anárquicos e insalubres que no pueden ser de ninguna manera la matriz de una nueva ciudad. El problema particular de Beirut es una contradicción lacerante: habría que reconstruir todo lo demolido y habría que demoler todo lo construido. Ante esta situación, uno se pregunta si no sería lógico invocar a los entusiastas urbanistas de los años treinta y abandonar las dos ruinas urbanas para proyectar, en paralelo, otro Beirut. Pero hoy sabemos que esto es imposible y, si fuera posible, sería un grave ataque a un espíritu colectivo -una cultura- que parece permanecer insistentemente en aquel enclave maravilloso entre el mar y las colinas mediterráneas.

De momento, Beirut no puede ser otra cosa que un caos incontrolable. Pero, sorprendentemente, el caso se ha convertido, en una experiencia interesante: ver circular sin demasiados problemas a miles de Mercedes y BMW de tercera o cuarta mano por los vericuetos, las calles y las viejas autopistas sin ningún semáforo, sin ninguna dirección prohibida y sin ningún guardia de tráfico, a través de unos espacios sólo señalados provisionalmente con unos montones de paupérrimos neumáticos provoca serias reflexiones sobre la real necesidad de los sofisticados sistemas de tráfico de las grandes ciudades occidentales., Aunque parezca mentira, no se circula peor en Beirut que en Madrid o en Roma.

Todavía nadie se siente demasiado capaz de Í regular este caos imponiendo alguna organización. Pero, en cambio, se ha puesto en marcha el primer plan para rehacer el centro aniquilado. El plan estratégico para esta recuperación parece inteligente. Creo que fue Rafic, Hariri, ahora primer ministro, quien tuvo la idea de crear una sociedad mixta (Solidere) en la que pueden participar como accionistas todos los propietarios y los ocupantes nuevos y antiguos de la zona, en proporción adecuada a sus derechos reconocidos, además de los inverso res públicos y privados que hayan querido participar en la operación. El capital de Solide re es de 1. 170 millones de dólares. Con esa conjunción de intereses parece posible enfocar la reconstrucción con una visión de conjunto, unitaria, reduciendo al mínimo los conflictos patrimoniales y el desorden de utilizaciones marginales que la guerra desató.

El primer acto de esta sociedad ha sido la redacción de un modesto pero eficaz proyecto urbanístico -que prospera gracias a la energía inteligente del arquitecto Oussama Kabbani- que abarca las 135 hectáreas de la ciudad central más otras 15 hectáreas de ocupación del mar como consecuencia del vertido de los inmensos montones de ruinas inservibles. El segundo acto ha sido la convocatoria de un concurso internacional para la reconstrucción del viejo mercado árabe, los famosos zouks, que habían sido tan característicos de Beirut, como lo son todavía de muchas ciudades del mismo entorno cultural y geográfico.

La fuerte contraposición de criterios de los que hemos tenido que actuar en el jurado de este concurso ha sido seguramente la primera manifestación de las enormes dificultades de la empresa, incluso en términos teóricos. Solidere escogió ese tema como prioritario por dos razones relativamente convincentes: empezar con un elemento que impulsara la vida activa del barrio y crear una primera imagen física y ambiental como un inmediato reencuentro con lo que aparente ser una tradición muy enraizada.

Con ello, empezaban las contradicciones: por un lado, la idea moderna de reconstrucción a partir de nuevos centros mercantiles y, por otro lado, la voluntad de volver a tener unos zouks con un ambiente parecido al de antaño. ¿Cómo es posible reconstruir el ambiente pintoresco, aglutinado, centrípeto de los zouks y, al mismo tiempo, crear un instrumento moderno de centralidad comercial? Y ¿cómo proyectar ex-novo un barrio aparentemente tradicional cuyo proceso histórico estaba basado en la superposición y las interferencias sólo controladas por la identidad de un grupo social que prácticamente ha desaparecido y que ya ha iniciado, otro tipo de estructura comercial?

Los viejos usuarios de los zouks emigraron hace muchos años hacia nuevos centros periféricos, lejos de las bombas, ocupando la nueva ciudad caótica construida durante la guerra. Y los más jóvenes ya no pueden recordar lo que habían sido los zouks, y no serán, por lo tanto, capaces de aportar siquiera su nueva interpretación del fenómeno tradicional.

Ante esta situación, las discusiones del jurado acabaron perdiéndose en el refugio de las diferencias estilísticas. Unos opinábamos que, aceptando, sin duda, determinadas preexistencias de la cultura y el entorno físico, había que proponer una nueva estructura que lanzara la nueva urbanidad del futuro Beirut. Otros ya sin atreverse a defender la reproducción numética de os viejos zouks- insistían en que, por lo menos, el estilo fuese aproximadamente arabizante, suponiendo erróneamente que lo arabizante había sido alguna vez un elemento de identidad física en Beirut.

El concurso se resolvió aceptando el único consenso posible: no decidirse por ningún proyecto. Se eligieron los tres más destacados que representaban claramente tres líneas en discusión. El primero creaba un barrio con el lenguaje aproximadamente internacional de la arquitectura moderna, con un dinamismo que utilizaba incluso algunos lugares comunes de una expresividad casi escultórica. El segundo era una cuidadosa adaptación de las soluciones urbanas prestigiadas en las ciudades europeas del siglo XIX cuya estaticidad era, asimismo, lo bastante flexible para que los usos imprimieran un carácter definitivo. El tercero -¿cómo no?- era una discreta utilización bastante inútil de las escenografías más o menos arabizantes. El júrado recomendó que con estos proyectos y algunos de los doce mencionados se convocara un segundo concurso para decidir definitivamente.

No sé si la solución fue acertada o fue simplemente una escapatoria fácil. Lo cierto es que con ello no se han resuelto los problemas fundamentales. Sigue pendiente una decisión previa: ¿hay que reconstruir las ciudades destruidas por una guerra, aceptando que una operación nostálgica es la única garantía del reencuentro con su identidad? Y, concretamente, ¿hay que hacer un nuevo Beirut con las falsas escenografías de unas imágenes ya olvidadas por la real ciudadanía, o recordadas sólo según eslóganes cuyos orígenes no se sabe si son, patrióticos, racistas o mercantiles? Y ¿esas imágenes ya perdidas tenían tanta importancia y eran tan fundamentales o, contrariamente, eran ya fórmulas adocenadas de una historia que había aplastado su original identidad?

Porque tengo la, impresión que el Beirut de antes de la guerra -con escasas excepciones- era ya una ciudad transgredida por unas modernidades importadas. Aparte de unos monumentos aislados, Be.irut era un producto del urbanismo y la arquitectura colonial francesa en la que se reencontraban residuos hausmannianos y fórmulas decorativas del art déco. Una imitación reducida y escasamente válida de un París muy poco significativo, reducido a visiones provincianas. Las pretendidas esencias nacionales, tan invocadas después de una guerra como la de Líbano, no se pueden recuperar frívolamente con una arquitectura o un trazado. urbano. Y cuando éstos desaparecen no pueden reinterpretarse ni en su misma escasa representatividad ni sustituirse por lo que hubiera podido ser y no fue. Sería ridículo que ahora apareciera un nuevo Beirut sin ni siquiera la relativa modernidad que le dio la cultura colonialista y provinciana de los franceses. Será interesante seguir atentamente el proceso de reconstrucción de Beirut. Habrá que ver si los criterios ambiguos y la confusión de intenciones culturales que manoseó la reconstrucción de las ciudades europeas después de la guerra han cambiado al cabo de cuarenta años. ¿O toda la compleja experiencia de la última gran destrucción bélica no. habrá servido para nada?

Oriol Bohigas es arquitecto.

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