El albedrío del ordenador
Una de las ventajas de la vejez bien administrada es la facultad de maravillarse ante el vertiginoso avance de las ciencias y la espectacular perfección de las máquinas que nos ofrecen. Aunque empiece a dudar -es lo mismo que temer- que el hombre ingenioso conserve el dominio sobre su creación. Es fábula antigua la suplantación del aliento sobrenatural que origina engendros subversivos. Nacieron nuestros abuelos con las imaginaciones del doctor Frankenstein y la desvariada permuta que asoció al otro doctor Jekyll con el señor Hyde.La delegación diabólica, contenida en márgenes antropornórficos encarnó a la rebelde y amenazadora criatura en humanas apariencias coartada de los entes deformes, grotescos, repulsivos aunque con caracteres nominales; caricatura o remedo de los congéneres. Trasladado al cine provoca risas en los niños encarnizados en las desalmadas competiciones de los juegos japoneses. Otra cosa debería alarmar y despavorir a los adultos si intentaran levantar la vista sobre el egoísmo y la urgencia de vivir que excluye -largo fiador- la prevención de remotos efectos catastróficos.
¿Hay ovnis, son la explicación de un secreto sin esfinge? Comúnmente, ante lo desconocido tendemos a ofrecer nuestra talla para que continúe siendo la medida de todas las cosas. A mí no me da miedo lo ignorado, indefinible o absurdo, sino lo que, en apariencia puedo someter o controlar y no sea así.
Llegué tarde al ordenador, útil como máquina de escribir que me ahorra la goma de borrar o el tipex, arcaico modelo que un adolescente ya no sabría manejar. Permítaseme una aparente digresión: fui convidado el otro día a almorzar por mi sobrino Miguel Ángel. Hogar confortable, levantado con un esfuerzo tenaz y prolongado. Alegría de vivir, sanas costumbres, hijos que abrochan el respeto con el amor y la camaradería. Y un magistral arroz con cuyo punto acierta la joven, liberal y diligente esposa.
Máquinas. Los últimos artilugios. El heredero alterna complicados estudios superiores con una honda afición musical y no a escuchar cualquiera que sea el nivel. Compone, desmenuza, separa, atomiza y agita las pitagóricas claves del pentagrama. En la juvenil habitación se alinean los ingenios más complicados: ecualizadores, mezclador de sonidos, coctelera de tonos que maneja como hace 30 años los hippies rasgueaban las guitarras eléctricas.
El padre me muestra la última adquisición, de apariencia vagamente familiar. Este ordenador puede conectarse con el sonido armónico, enriquece, multiplica apabulla, no sé- los acordes del violín, el piano, el arpa, con ingredientes contemporáneos de acompañamiento. Procuré no acercarme, pese a la familiaridad con que manoseaban el sensible mando del ratón, alzaban teclas y pulsaban botones.
Tras la copiosa y excelente comida quedé traspuesto, en ese tránsito hacia uno mismo, que es la siesta. Soñé que los felices parientes se divorciaban con mucha cortesía. Un juez, de severa toga, barbas administrativas y corbata digna de Carrascal, dictaminaba acerca de la adjudicación del ordenador: "Qué decida él", fue la sentencia. Del aparato surge una voz varonil y bien modulada: "Me voy con ella". El seco golpe de un mallete masónico zanja la cuestión: "Que se vaya con ella", dirimió el inapelable magistrado. Desperté confuso, sin conocer otras disposiciones adicionales como visitas, alimentos, reparaciones y vínculos subsidiarios entre el sobrino y el ordenador. Felicité a la esposa, que lo interpretó como alabanza, por su maestría gastronómica.
Soy viejo y carezco de entereza moral para convivir con un mecanismo más listo que yo. No me avergüenza confesar que me dan miedo.
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