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Aeropuerto: "¡Milagro, milagro!"

La penúltima palabra no está dicha; la última siempre hay un bobo que la ha repetido mil veces".Todo sigue igual: a los españoles no les interesa saber comer, ni saber beber, ni mucho menos les interesan las libertades democráticas.

Al despistarnos de Madrid, hace un mes abundante, para echar a andar nuestra vuelta a España, repletamos una bolsa de viaje con un economato liviano y con los utensilios indispensables para el pic-nic eventual: tenedor, cuchillo, servilletas de ley, un plato de loza y pan de molde tostado integral, latas- de sardinas y jamón de York emplasticado; y en caminos vecinales, carreteras comarcales y autopistas nos surtimos según las cuitas propias de la aventura cotidiana; en el mismo continente cupo un botiquín de emergencia: pastillas mil para cualquier dolor imprevisto, cajas de pastillas para forzar el sueño en caso de insomnio. En otra bolsa, de color azul cielo, ofrecimos viaje a una oficina ambulante con biblioteca: más de 50 bolígrafos, dos docenas de cuadernos medianos con hojas cuadriculadas, una grabadora, tres casetes vírgenes, la guía de viajes Gourmetour y nuestros libros referencia de esta vuelta a España: El Quijote; la Biblia; los dos tomos del diccionario de bolsillo de la Real Academia Española; el Diccionario de sinónimos de la lengua castellana; El arte de la prudencia, de Gracián; la guía francesa Michelin; Versos áureos, de Pitágoras; una novela de Simenon; un cuento de Carlos Fuentes; dos tomos de las obras selectas de Carlos Dickens, y tres mapas orientadores; otros libros fueron comprados por el camino y hemos echado de menos algún texto sobre la geometría no euclidiana. En 37 días hemos leído 207 periódicos diarios, españoles o extranjeros, y 25 revistas de información general, amén de los semanarios dichos del corazón. En este tiempo de calores desalmados, salvo cuatro excepciones memorables para nosotros, hemos alternado en bares y cafeterías, chigres, comedores de carretera, y, a veces, hemos triturado con ansia un bocadillo sentados en una roca al borde del mar bravo.

Regresamos a Madrid porque tenemos billete de avión para el puente aéreo que despega de Barcelona, y por cobardía también. Pero soñamos muy lúcidamente con el día, aunque sea el ' eterno, en que no haya billete de retomo a la capital de los politicastros fatuos, de los editorialistas y de los columnistas de todas las Españas negras que viven su vida pública y mala a espaldas de la España que late como hija de su historia y que, escuchados o leídos en Benavente, Motril, Cáceres o Gerona, son desguace ferruginoso; son una orgía por ellos parida que limita al norte con la autovía camino de Burgos, al oeste con San Martín de Valdeiglesias, al este con Camilo José Cela y al sur con nada.

En todos los libros hemos leído algo a diario al azar, hasta caer vencidos por el cansancio o el aburrimiento; en este instante, en el aeropuerto de cristal barcelonés ideado por Bofill, repetimos la operación; hemos echado mano de un libro que es El Quijote; ya abierto, al tuntún ponemos el dedo pulgar de la mano derecha encima de una palabra; es la primera de un párrafo que transcribimos: "Quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos dellos, más simples que curiosos, en altas voces comenzaron a decir:

-¡Milagro, milagro!

Pero Basilio respondió:

-No 'milagro, milagro', sino industria".

La letra pequeña del libraco aclara que, en aquellos alucinados tiempos, "industria" quería significar "truco".

Yo soy un truco.

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