Carlota Fainberg Capítulo 6
Relato de Nada se nos aleja tan rápido en el curso de un viaje como el recuerdo de sus primeros episodios. En el otoño tibio y soleado de Buenos Aires los rigores del blizzard parecían pertenecer a un sueño, y no volví a acordarme de Marcelo M. Abengoa ni de las horas de espera en el aeropuerto de Pittsburg. Pensé en él, sin embargo, uno de los últimos días de mi estancia allí, mientras caminaba por una avenida con edificios altos y mucho tráfico en la que de pronto tuve la sensación de estar en Madrid: sería el aire, o el olor de los árboles, o las cristaleras de algunos bares que parecían bares de Madrid. Miré un letrero: Avenida de Mayo. Fue entonces cuando me acordé de que Abengoa me había dicho que el hotel Town Hall estaba muy cerca de la avenida y de la plaza de Mayo.
Lo reconocí sin dificultad al doblar una esquina, cuando salí de los soportales encalados de un edificio con grandes rejas que me hizo pensar en la arquitectura andaluza, o en la californiana. Ahora comprendo que si entré en él y vi lo que creí que había visto no fue por la curiosidad que hubiera despertado en mí el relato de Abengoa, sino por las circunstancias especiales de mi estado de ánimo. Me sentía down under, burned out, hecho polvo, quemado. A lo largo de la conference sobre Borges, en la que tanta ilusión me había hecho ser invitado, fui teniendo un sentimiento cada vez más agudo de estar al margen, de no enterarme de muchas de las cosas que se decían. Me llamó la atención que todos los scholars, aun viniendo de varios continentes, repitiéramos siempre el mismo gesto durante nuestras lectures, e incluso después, en las charlas de pasillo y en los comedores: extender los dos brazos a los costados y levantar las dos manos para dibujar en el aire, con los dedos índice y corazón de cada una, el signo de las comillas. Me preguntaba si de verdad valdría la pena convertirme en full professor, ahora que tenía tan cerca ese sueño.
Mi paper sobre narratividad e intertextualidad en el soneto Blind Pew, además, no me tocó leerlo en la sesión plenaria, tal como estaba scheduled, sino que por algún irritante malentendido de los organizadores fue desplazado a un aula marginal y a una hora imposible, las ocho y media de la mañana. Mi nombre atrajo una exigua audience de cuatro personas, pero una de ellas, lo advertí con terror en cuanto miré a la sala al apoyar las manos en el lectern, era la temida Ann Gadea Simpson Mariátegui, de Palo Alto, California, a la que llaman, no sin razón, la Terminator del New Lesbian Criticism. Su "Fragmentos de un discurso corporal silenciado: Sor Juana Inés de la Cruz/ Frida Khalo/Madonna" viene gozando en los departamentos de español de un prestigio a mi parecer un tanto overrated, pero inatacable.
Terrniné mi exposición, sonreí, con la sonrisa tonta y rígida del miedo, y al principio pareció que escaparía a salvo. Pero el silencio de Simpson Mariátegui era ese instante de inmovilidad en que la fiera entona sus músculos para saltar sobre la presa. Me aplastó. Me humilló. Me sumió en el ridículo. Me negó el derecho a hablar de Borges, dada mi condición de no latinoamericano. Me acusó de estudiar a Borges, ese escritor elitista y europeo que dio la espalda a la cultura indígena latinoamericana. Se preguntó, ya en jarras, hasta cuándo duraría la fascinación europea masculina por los mitos del expolio colonial, pues no otra cosa, según ella, era La isla del tesoro, uno de cuyos personajes, el ciego Pew, protagoniza el poema de Borges que yo había intentado analizar.
Sabía que en remotas playas de oro
era suyo un recóndito tesoro
y eso aliviaba su contraria suerte.
Caminando a un costado de la plaza de Mayo yo me repetía esos versos mientras cruzaba un paso de cebra y veía agrandarse delante de mí el tamaño ingente del hotel Town Hall. Si pensaba en la intervención de Simpson Mariátegui me picaba la cara y me ponía a murmurar entre dientes palabras que de ser oídas habrían acarreado mi expulsión inmediata del Humbert College. Había llamado a Borges white trash, la tía, basura blanca, y a mí me había acusado más o menos de complicidad, en mi condición imperdonable de español, con la Inquisición, con la conquista de América y con los crímenes de Hernán Cortés. Empujando, sin motivo ninguno, la puerta giratoria del hotel Town Hall, me acordaba de los versos de Borges:
A ti también, en otras playas de oro,
te aguarda, incorruptible, tu tesoro...
Tenía la oportunidad de comprobar que la descripción de Abengoa era de una perfecta accuracy: los empleados con uniforme gris, la alfombra densa y muy gastada, las columnas de mármol, el salón de amplitud inmensa enmedio del cual pendía una araña tan grande como la copa invertida de un árbol. El recepcionista, que no era el hombre de pelo blanco y gafas del que me había hablado Abengoa, estaba inclinado sobre unos papeles cuando yo pasé junto a él y no levantó los ojos. El ascensorista, aunque tenía el pelo brillante y planchado hacia atrás, no se había afeitado, y el cuello de su chaqueta gris estaba desabrochado.
Me extrañó que no me interpelaran. Supongo que la proximidad de la ruina absoluta los había sumido a todos en la desgana y la indiferencia. En los cuatro años transcurridos desde el viaje de Abengoa todo parecía haberse ido degradando a un ritmo triste y sostenido. Entré en el salón: tenía ventanales que daban a la calle tan altos como vidrieras góticas, pero los cortinajes, que parecían los del escenario de un teatro, estaban casi echados, de modo que la claridad escasa del atardecer y la de alguna lámpara encendida junto a un sillón de oreja con la tapicería gastada apenas alcanzaba a Iluminar los rincones más lejanos. Se oían rumores fragmentarios de conversaciones. Había algunos clientes dispersos en aquella inmensidad, charlando en voz muy baja o leyendo anchos periódicos sujetos por bastidores de madera. Me sentía solo en un extremo del mundo, en una ciudad de diez míllones de habitantes, herido en mi dignidad, aquejado de un de seo inaplazable de caminar y res pirar en una calle de mi país. Casi me acordaba con simpatía de algunas vulgaridades de Abengoa: "Es que España tira mucho". Así que para consolarme me dirigí a la barra que se vislumbraba al fondo del salón y esperé a que apareciese el camarero. Tardó en llegar , abrochándose una chaquetilla roja: era el ascensorista. Me pedí un double scotch, yo, que apenas bebo, y se lo pedí straight, sin agua ni hielo. En los Estados Unidos me he acostumbrado a pagar las bebidas justo cuando me las sirven: pero el camarero no aceptó el billete que yo le ofrecía.
-Invitación de la casa -dijo- Tuvo suerte el señor. Si llega a venir mañana nos encuentra cerrados.
-¿Es que van a restaurar el hotel? -pensé que tal vez Abengoa y Wordlwide Resorts al fin habían logrado su propósito.
-Qué más quisiéramos nosotros -el camarero, con una desenvoltura que me pareció astonishing, se había servido otro whisky, y encendía un cigarrillo- Lo cierran. Lo derriban. Al final el patrón no pudo resistir. Se lo comieron los bancos. No pudo resistir más y el corazón se le partió. Tres días hace que le dimos sepultura. Mire qué broma, el país entero para arriba, y nosotros para abajo. El Town Hall, que era un totem porteño.
El camarero apuró su scotch de un trago y se sirvió otro, con el cigarrillo en la boca, guiñando los ojos, porque le molestaba el humo. Junto al bar estaba la puerta de acceso al comedor. Pensé que ese lugar dentro de, muy poco ya no existiría y con la copa en la mano me interné en él. Se parecía a esos comedores que se ven en las fotografías de los transatlánticos antiguos. Todas las mesas tenían manteles blancos y vajillas y cubiertos preparados como para una recepción inminente, pero la falta de luz -el comedor sólo estaba alumbrado por la que llegaba del salón- provocaba un efecto lóbrego de pesadumbre y ausencia. En alguna parte se oía el ruido de una aspiradora.
De nuevo comprobaba, como en el salón, que no estaba completamente solo: había una mujer sentada a una mesa, muy al fondo, pero esa presencia humana, más que habitar el lugar o mitigar su desolación, la subrayaba, como una figura muy pequeña al pie de una columna en un templo en ruinas. Junto a la mujer, sobre la mesa en la que estaba acodada, había una lámpara encendida, uno de esos candelabros con cera falsa y llama de cristal. Era rubia, y al acercarme más a ella le calculé unos cuarenta años. Con un gesto me llamaba la atención: tenía en la mano un cigarrillo, seguramente iba a pedirme fuego. No la había visto nunca, pero la reconocí enseguida: aquella manera tan directa de mirarme a los ojos mientras señalaba el cigarrillo apagado era una invitación que yo no había visto en la mirada de ninguna otra mujer. "Carlota", dije, "Carlota Fainberg", pero los gritos- de otra voz mucho más fuerte que la mía se superpusieron a ella y la borraron:
-Señor, eh, señor, vuelva, a dónde va, no puede entrarse ahí.
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