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Tribuna
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Carlota Fainberg

Antonio Muñoz Molina

Terminó su Diet Pepsi y se ofreció enseguida a ir por otras dos. (Del ficticio oak bar nos habían desalojado una hora antes, en virtud de una de esas normativas minuciosas y del todo arbitrarias que aplica el estado de Pennsylvania al consumo de alcohol). Yo quise darle los dos quarters correspondientes a mi bebida, pero él, con un españolismo que visto a distancia ya me parece algo disgusting, se empeñó en invitarme por segunda vez. Mientras se alejaba hacia el mostrador de soft drinks yo aproveché para mirar su nombre en la tarjeta que me había dado: Marcelo M. Abengoa, Strategical Advisor, Worldwide Resorts. Llega a extremos enternecedores la fascinación de los empresarios y ejecutivos españoles por el idioma inglés, habida cuenta además de que la mayor parte de ellos manifiestan una incapacidad congénita para hablarlo con un mínimo decoro, con un acento que no resulte bochornoso escuchar.El del señor Abengoa era, desde luego, absolutamente helpless, pero él compensaba esa deficiencia con una desenvoltura envidiable, pues contra todo pronóstico se hacía entender, y no sólo en un bar o en un counter de venta de billetes, sino incluso, según me contaba, en difíciles reuniones de negocios, lo mismo en Europa que en los Estados Unidos. "Los españoles estamos comiéndonos el mundo y no nos damos cuenta", me dijo, "siempre con nuestro complejo de inferioridad, pidiendo perdón por donde vamos, en vez de cerrar con doble llave el sepulcro de don Quijote".

Casi me conmovió aquel nuevo ejercicio de intertextualidad involuntaria, aquella mezcla de noventaochismo y de freudian slip, aquel ejemplo magnífico de lo que Umberto Eco, durante la lectura memorable que nos dio en el Humbert Hall, llamó la fertilitá dell'errore. Mi compatriota Abengoa había empezado poco a poco a interesarme, pero no por sus devaneos sexuales, sino por los textuales, y por el modo en que yo, como un lector, podía deconstruir su discurso no desde la autoridad que él le imprimía (en castellano no existen matices para la ambigüedad entre authorship y authority) sino desde mis propias estrategias interpretativas, determinadas a su vez por el hic et nunc de nuestro encuentro, y -para decirlo descarnadamente- por mis intereses. No existe narración inocente, ni lectura inocente, así que el texto es a la vez la batalla y el botín, o, para usar la equivalencia sugerida por Daniella Marshall Norris, todo semantic field es un battlefield.

Aún careciendo de formación lingüística, Abengoa se daba cuenta de que toda lectura es, como mínimo, una segunda o tercera lectura, y de que el signo verbal no es menos arbitrario o simbólico que una incisión paleolítica en el comillo de un mamut. Me explicó que Worldwide Resorts, la empresa para la que trabajaba, era en realidad una compañía española cuyas oficinas centrales estaban y están en Alicante, lo cual no es obstáculo para que posea una nutrida y competitiva red de hoteles de alto standing en dos continentes. En cuanto a la denominación enigmática de su cargo dentro de la compañía, strategical advisor, Abengoa me la aclaró apelando a una nueva encrucijada textual: "Yo soy el buscador de los tesoros sepultados, como si dijéramos".

La compañía, en la última década, había llevado a cabo una expansión sólida y gradual fuera de España, seleccionando hoteles más o menos en crisis, anticuados o mal gestionados, adquiriéndolos con toda clase de precauciones financieras y aplicándoles inmediatamente planes rigurosos de. rehabilitación y viabilidad. En ocasiones, si el mercado urbanístico lo aconsejaba, la compañía traspasaba el hotel a un holding más grande o lo subdividía en pequeños apartamentos que vendía luego con un sustancioso margen de beneficio. En todo esto, la strategical advisory de Carlos M. Abengoa consistía en una tarea a medias de espionaje y de análisis financiero, de exploración aventurera y contabilidad. Era él quien viajaba por las principales capitales de Europa y América buscando hoteles que se ajustaran a los intereses de Worldwide Resorts, o estudiando otros cuyos propietarios los hubieran puesto ya en venta, pero que no habría aceptado con facilidad la inspección exhaustiva de un posible comprador demasiado reticente.

-Y así me paso la vida -me había dicho cuando nos sentamos delante del muro de cristal contra el que golpeaban insonorizadamente las rachas del blizzard-. De hotel en hotel, como si dijéramos, de ciudad en ciudad.

Llegaba a una ciudad y desde el instante en que el taxi se detenía a la puerta del hotel ya estaba observándolo todo, especialmente aquello que un viajero no adiestrado nunca percibiría, los signos, en definitiva, los onion layers del significado, término éste que a mí me da un poco de reparo traducir por las capas de cebolla, los más obvios y los casi invisibles, el grado de conservación del edificio y la limpieza de los puños del botones que le subía la maleta a la habitación, la topografía de los alrededores y el olor y el ruido del aire al salir de los grifos. Con cualquier pretexto o sin ser visto se colaba en todas las dependencias, probaba todos los servicios, se instalaba durante horas en un sillón del vestíbulo con un periódico abierto y estudiaba el tipo de clientes que recibía el hotel y el grado dé corrección o de kindness con que eran tratados. Tardaba un par de semanas en considerar que poseía toda la información necesaria para un dictamen certero, si bien esa nada española afición por la accuracy que descubrí en él se equilibraba, según me contó no sin vanidad, con un olfato profesional instantáneo, comparable al del enólogo que sólo a través del aroma o el color de un vino ya predice sin vacilación su calidad, o al del crítico impresionista de la vieja escuela que determinaba la belleza -entre comillas, desde luego- de un texto, o su valor -comillas otra vez- literario nada más que leyendo al azar unas pocas frases.

Abengoa poseía una licenciatura en Económicas y diversos másters en hostelería y gestión por la universidad de Deusto, y era capaz de leer balances e informes financieros que para mí sin duda habrían sido más incomprensibles como los escritos teóricos de José Lezama Lima, por poner un ejemplo que espero no sea interpretado como antilatinoamericano: pero para saber si un hotel estaba hundido para siempre o si tenía algún porvenir le bastaba entrar en el vestíbulo y oler el aire durante los primeros segundos, o mirar el color y el grado de desgaste de la moqueta, o el estado de las uñas o de los lacrimales de un recepcionista.

-Así que en cuanto empujé la puerta giratoria del Town Hall de Buenos Aires y respiré en el vestíbulo comprendí que aquel sitio estaba completamente acabado, hundido, en el fondo, encallado, igual que un transatlántico, como si dijéramos, tipo Titanic, y hasta me entraron ganas de dar media vuelta y largarme de allí en el mismo taxi en el que había llegado, porque también me di cuenta por el olor y por los uniformes grises de los empleados de que a aquella ruina ya no habría modo de ponerla a flote, aunque ocupaba una manzana entera en el mismo centro de Buenos Aires, a tres pasos de la plaza de Mayo. Imagínate lo que valdría el solar, incluso en esos tiempos, te hablo del 89, cuando la hiperinflación, que por cuatro dólares podía uno comer como un príncipe en el mejor restaurante de la ciudad o llevarse al hotel a una periquita de lujo... Los aviones de vuelta volaban a Madrid con todas las señoras forradas en abrigos de pieles. Había informes de que el propietario del Town Hall estaba ahogado financieramente y lo pondría en venta muy pronto, de manera que tomé un avión y me planté en Buenos Aires, me bajé del taxi, le pagué al taxista con un puñado de esos billetes que tenían entonces, los australes, entré en el hall y pensé nada más llenarme los pulmones de aire: "este sitio es una ruina y lo seguirá siendo para quien lo compre, por muy barato que le salga".

Era un edificio enorme, me dijo extendiendo los brazos con una gesticulación a la que yo ya no estoy acostumbrado, de quince pisos en su cuerpo central, pero dotado de torreones de diversas alturas, como los rascacielos antiguos de Nueva York, a los que se parecía mucho en su arquitectura y en su colosalismo. Había sido muy moderno cincuenta o sesenta años atrás: cuando Abengoa entró en él ya era como un museo arqueológico de la hostelería del siglo XX, con vigilantes de uniforme gris que hicieran de recepcionistas, de camareros y botones, incluso de ascensoristas, porque el hotel Town Hall era uno de los pocos hoteles del mundo que aún no habían abolido los ascensores manuales. Un muchacho dotado de un gorro cilíndrico con barbuquejo y de una paciencia de otro siglo atendía a los timbrazos que sonaban en cada piso y manejaba mirando al vacío palancas con mangos de cobre dorado y puertas metálicas plegables que daban al viajero acostumbrado a los ascensores automáticos una extraordinaria sensación de fragilidad.

Su mujer iba a reunirse con él unos días más tarde: Abengoa pensó que el hotel le gustaría. A las mujeres, me dijo, les gusta ir a sitios que parezcan de época, les hacen sentirse románticas: "Si de algo entiendo yo, Juan Luis, es de hoteles y de mujeres".

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