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Los dos milagros del 25 de agosto

Sólo Dios sabe hasta qué punto el chovinismo francés impacienta a los vecinos, aliados, e incluso a los mejores amigos de Francia. Pero el 25 de agosto de 1944, el Día de la Liberación de París, el mundo se quedó sin aliento. Vivió al unísono con Francia. Personalidades de la talla de los premios Nobel Octavio Paz y Ceslav Milosiz han declarado que ese día pensaron en lo que debieron sentir Kant y Goethe cuando supieron, el 14 de julio de 1789, que la Bastilla había sido tomada.Y sin embargo, ese día Francia no aportaba, al menos en solitario, ningún mensaje universal. No inauguraba nada. En 1940 se había hundido ofreciendo un trono a un mariscal senil, una especie de Franco de los pobres, un héroe de otra época que únicamente debía su miserable gloria a las desgracias de su patria. De Gaulle no era entonces más que una voz, aunque sin duda predestinada debido al nombre de quien provenía, un nombre que la identificaba con Francia. La resistencia a la barbarie en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad la encarnaba Wiston Churchill y sólo él.

Se trata, pues, de una prodigiosa historia, de un increíble concurso de circunstancias; de una suerte de gracia procurada por la providencia en homenaje al pasado de un pueblo, a la magia literaria e histórica de una capital; de una auténtica redención tras la caída.

El primer milagro, pues así es cómo hay que llamarlo, fue que, a pesar de las reticencias y de la mala disposición de Franklin Roosevelt, los auténticos artífices de la victoria, los estados mayores inglés y americano, dejaran que la Segunda División blindada francesa del general Leclerc les arrebatara el privilegio. de liberar París. Es sabido que, todavía el 21 de agosto, ni Eisenhower ni el general Omar Bradley querían que su avance pasara por París. Fue Leclerc quien formó una unidad blindada de reconocimiento y la lanzó contra la capital desestimando la orden formal del comandante americano, su jefe directo. Es seguro que los aliados estaban al corriente, pero le dejaron actuar. Una desobediencia del mismo tipo hizo caer en desgracia a un general tan glorioso como Patton. La insurrección del pueblo de París tomó tales proporciones que se temía que París corriera la misma suerte que Varsovia. En todo caso, se dejó actuar a Leclerc -De Gaulle le diría: "Tuvo usted suerte"-, y las fuerzas americanas no entraron más que cuando ya lo habían hecho las francesas. Por muy valientes que fueran los resistentes franceses y los combatientes del exterior, por muy determinantes que hubieran sido las victorias, en Túnez y en la Provenza, de los generales franceses de los ejércitos reagrupados por De Gaulle, no había otras razones que no fueran las históricas para que los supervivientes de la derrota de 1940 conocieran la embriaguez de desfilar solos por los Campos Elíseos. Algo raro debió de pasar en la mente de Churchill, de Eisenhower y de todos los generales británicos y americanos. Acababan de perder decenas de millares de jóvenes sol dados en los ensangrentados campos de Normandía y de otros lugares. Podían esperar compartir con los franceses por lo menos la primera bienvenida de los parisienses a la República, a la nación y a Notre Dame. También es singular que cuan do De Gaulle pronunció su primer discurso en París, admira ble desde todos los puntos de vista y conocido de memoria por todos los niños franceses, no creyera necesario subrayar su gratitud para con los aliados. El gran condestable comenzaba a dar a los franceses la ilusión de que se habían liberado a sí mismos y solos. Hay que dar, a los hombres sueños que los eleven y no verdades que los rebajen, pensaba De Gaufle...

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El segundo milagro es, evidentemente, el que se produjo en la mente del general Von Choltitz, comandante en jefe de París, que había pedido en vano refuerzos y recibido de viva voz la orden del propio Führer de destruir la ciudad. Todo estaba preparado para la gran explosión. Monumentos, palacios, museos y puentes estaban minados. Hitler no había olvidado incluir en la lista hasta la Torre Eiffel: era necesario que, mediante la desaparición de la Ciudad de la Luz, el mundo entero conociera la potencia demoniaca del nazismo. Hostigado, asediado, desafiado por las fuerzas del general Leclerc y del coronel Rol-Tanguy, el hombre de la resistencia, Von Choltitz sólo podía hacer, una cosa: obedecer a su Führer para evitar la humillación y quizá para dar todavía, y aunque él no lo creyera, una oportunidad a los alemanes de restablecer una situación en gran parte ya perdida.

¿Por qué Von Choltitz no dio la orden? Este aristócrata de Silesia era casi una caricatura del personaje. Peleón, con monóculo, se alojaba en el lujoso hotel Meurice tras haber hecho las campanas de Holanda, Rusia, Italia y Normandía. Tiene bajo su mando a unos 20.000 hombres, numerosas unidades de élite, brigadas especiales y la VIII escuadra aérea con base en Orly y Le Bourget. En un lugar secreto (la fábrica de automóviles Panhard) acumula los medios enviados por Hitler para destruir en menos de una hora los 62 puentes de París. La resistencia ha conseguido interceptar muchos camiones repletos de explosivos. pero nada habría podido oponerse a la orden de destruccion general del Führer. De Gaulle no espera a la decisión de los americanos. Pide a Leclerc que tome al asalto todas las posiciones alemanas. Von Choltitz no se inmuta. Come en sus aposentos del hotel Meurice mientras un blindado francés dispara desde una avenida próxima. Los alemanes se hacen fuertes en 20 puntos de la capital. La resistencia de Von Choltitz toca a su fin. Firma la capitulación. De Gaulle entra en París. En la Bastilla se baila. En Notre Dame, De Gaulle canta en solitario un magnificat. Una descarga causa 300 heridos.

El comandante Jacques Weil, jefe de escuadrón de la II División blindada que habló largo y tendido con el comandante de las tropas alemanas tras la capitulación, declaró al Nouvel Observateur: "El general Von Choltitz iba de uniforme, llevaba una casaca de cuello cerrado y calzaba botas, hacía un calor sofocante, gruesas gotas de sudor le caían por la frente y debía sufrir lo inaudito. Pese a la derrota, estaba sereno y en absoluto abatido. Me preguntó si, en mi opinión, cabía dudar de nuestra victoria final.

-No hay ninguna duda -le respondí.

-¿Y cree usted que tardará mucho?

-Somos de la opinión de que antes de que acabe el invierno. El general replicó entonces.

-La victoria sí, pero no antes de que acabe el invierno. Llegará más tarde de lo que ustedes creen.

Entonces sacó una cajita del bolsillo en la que había algunas píldoras. Tomó una y me pidió un vaso de agua. La situación me resultaba muy molesta. ¿Iba a suicidarse? Quizá eran las órdenes que tenía en caso de derrota, me dije a mí mismo. Dudé mucho porque entonces yo sólo tenía 33 años y no tenía

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Los dos milagros del 5 de agosto

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