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JORGE EDWARDS Preguntas

Nos preocupamos de África a comienzos de la década de los sesenta, cuando los países del continente negro empezaban a independizarse, cuando aprendíamos algunos de sus nombres, cuando el movimiento de solidaridad tercermundista se perfilaba apenas. Un avión inglés que me llevó a Europa en mayo de 1960 tuvo un desperfecto en Dakar; me tocó asistir durante tres días, sin saber muy bien de qué se trataba, a las fiestas de celebración de la independencia de Senegal. A mí me sonaba el nombre de un poeta y político senegalés de expresión francesa, algo así como un Saint-John-Perse o un Paul Claudel africano, Léopold Sedar Senghor, y muy poco más.Los europeos, claro está, y sobre todo los grandes países colonizadores, tienen a África mucho más cerca que nosotros los latinoamericanos. A pesar de eso, después de la década de los sesenta, los temas de África esencial, profunda, tendieron a desvanecerse. Uno veía con frecuencia expresiones extraordinarias del arte negro, objetos rituales, máscaras que pasaban a formar parte del horizonte mental y que se transformaban en literatura y de repente, dejó de ver esas cosas. Tuvimos la vaga sensación de que África había desaparecido junto con aquellos nacionalismos, aquellos ideólogismos, aquellas ilusiones que se habían vuelto anacrónicas. Ahora, a lo largo de todo este año, fue necesario que pasaran semanas y meses antes de que pusiéramos una parte de nuestra atención en lo que sucedía en Ruanda. ¿Dónde quedaban Ruanda, Burundi, Zaire? ¿Existía todavía el famoso Mobutu con su bastón de mando y su sombrero, Mobutu Sese Seko? ¿Y quiénes eran Yoweri Museveni, Faustino Twagiramungu, Juvenal Habyarimana?

Se acabaron las ilusiones de los años sesenta, pero también se acabó, por lo visto, o se volvió difusa, incierta, la antigua solidaridad. Fue necesario un bombardeo insistente de imágenes atroces, un desastre humano de las dimensiones de los grandes desastres del siglo XX, para que estos lenguajes, estas inquietudes, volvieran al primer plano. ¿Qué habrían hecho los intelectuales sartrianos de hace tres décadas, los eternos firmadores de manifiestos? ¿Qué habríamos hecho nosotros si fuéramos todavía los de entonces?

Comento a propósito de otro asunto que los latinoamericanos de París, en aquellos tiempos, quizá más felices, éramos todos amigos, que nos veíamos a cada rato, que había un intercambio permanente entre pintores, escritores, músicos. "¿Y qué pasó?", me preguntan. Yo me quedo pensativo. Influyó, desde luego, el derrumbe de las ideologías totalizadoras; influyeron las divisiones tajantes, radicales, frente a la revolución cubana; pero también entraron de alguna manera factores como la fama, el dinero, la edad. No nos hemos corrompido a la manera de los políticos italianos, estamos muy lejos de eso, pero el ejercicio de la independencia crítica, ejercicio indispensable, absolutamente legítimo, nos ha llevado al mismo tiempo a encerramos en nosotros mismos, a encastillarnos. Quizá sea el momento de salir de nuestros reductos, de asumir nuevas formas de solidaridad sin necesidad de justificaciones o construcciones ideológicas.

En la ciudad de Adeje, al sur de Tenerife, en las lejanas islas Canarias, me tocó hace unos días compartir una mesa de conferencias con el diputado del Común, figura pública que allá corresponde a lo que llaman en otras partes defensor del Pueblo. Yo tenía que tomar parte en un ciclo que llevaba el nombre de Metáforas del Sur y me preparaba para hacer una charla puramente literaria. El diputado del Común, sin embargo, se había interesado apasionadamente en la cuestión de Ruanda y pidió la solidaridad de todos. Habló, además, del trabajo extraordinario que realizaban algunas monjas y curas católicos. Confesó que él era agnóstico, pero que no podía disimular su enorme admiración por aquellas personas. Yo reconocí un sentimiento antiguo, típico, en cierto modo, de la década de los sesenta: él de la inutilidad del arte frente a cuestiones humanas y éticas más urgentes, imposibles de aplazar, como es el asunto de los centenares de miles de muertos de Ruanda. Tengo respuestas, desde luego. Reducir o empobrecer la esfera del arte en nombre de principios éticos, ideológicos, políticos, fue un acto de dogmatismo que justificó las peores represiones. Fue una de las causas, entre otras, de la debilidad interna de las sociedades comunistas, que era evidente para cualquier observador y que muchísimos se negaban a ver o a creer. Sin embargo, lo anterior no excluye la mirada de los niños que agonizan, atacados por el cólera y por la hambruna, en paisajes de lava. Los tan criticados medios de comunicación masiva nos han entregado aquellas escenas y han remecido la conciencia de todos, incluso la de personas que parecía que no tenían conciencia. Por ejemplo, hemos visto a una enfermera francesa que daba un biberón a un niño que ella rescató vivo cuando un bulldozer estaba a punto de lanzarlo a una fosa común entre un montón de cadáveres. ¿Tiene sentido el arte cuando se llega a situaciones extremas de esta especie? Lo tiene, sin duda. Sostener lo contrario es pura demagogia y no resuelve nada. Pero sucede que el arte, en definitiva, no es forma pura, aséptica. El arte necesita alimentarse de temas probablemente ajenos al arte, propios de lo que antaño se llamaba el espíritu. Otra vieja palabra que, de repente, abrumados por las imágenes del día, no nos queda más remedio que recordar. Los extremos de la historia nos llevan a la renovación de dilemas que parecían superados, a otras formas de la repetición cíclica.

es escritor chileno.

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