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Capítulo 5 Mi tío Mario

Tardó un rato en contestar. El teléfono comenzó a hacer ruidos extraños, como si el cable estuviera lleno de agua, y luego permaneció un instante mudo antes de dar la señal de llamada. Sonaba débil y muy lejana y, como tardaron tanto en cogerlo, tío Mario empezó a temer que tío Carlo estuviera en lo cierto y el teléfono hubiera cambiado. Pero era aquél. Lo cogió ella en persona y, aunque desde la última vez que había oído su voz habían pasado ya muchos años -cuarenta, pensó tío Mario-, en seguida la reconoció. Era su misma voz de entonces, aunque un poco más ajada.La conversación fue un tanto fría, sin embargo. Tío Mario estaba nervioso y ella se había quedado tan sorprendida que apenas podía articular palabra. Además, tío Mario había olvidado ya el poco griego que había aprendido en la guerra y a ella le sucedía lo mismo con su italiano. Lo único que acertó a decir perfectamente, cuando ya se despedían, fue aquella frase que siempre le decía cuando eran jóvenes y que, ahora, a tío Mario le conmovió hasta la médula:

-¡Ciao, bello!

-¡Ciao! -dijo él, sin atreverse a añadir nada.

Tío Mario colgó el teléfono y se quedó mirando la calle. Estaba como atontado. Había estado hablando con Marcia cerca de cinco minutos (los que le permitieron las monedas que tenía), pero se le habían pasado tan rápido que ni siquiera se había enterado. Entre eso y la dificultad para entenderse, apenas le dio tiempo a preguntarle cómo estaba, pero colgó sin saber si se había casado, ni si tenía también hijos como él, ni si seguía, en fin, viviendo en Santorini, en aquella ,casa blanca de la playa. Tío Mario se dio cuenta derepente de que, en realidad, no habían hablado de nada.

Durante todo el día, mientras junto con tío Gino y su familia -a la que ese día se unieron unos parientes de aquél que vivían en Verona- recorría el lago de Garda, tío Mario no hacía más que darle vueltas a la conversación que había tenido con Marcia. Los demás estaban felices. Hacía tiempo que no se veían y, mientras recorrían el lago en barco, no hacían más que hablar y gastarse bromas, encantados de volver a pasar un día juntos. Luego, estuvieron bañándose y, después, comieron en la orilla la comida que tía Laura y su cuñada habían preparado esa mañana. Tío Mario les oía hablar y gritar mientras comían, pero él apenas participaba. Él tenía, como siempre, la cabeza en otra parte. Pensaba en Marcia y en tía Gigetta y en los años que había desaprovechado. Mientras contemplaba el lago, tío Mario se sorprendió él mismo de que, por primera vez, hubiese unido a las dos mujeres y de que lo hubiese hecho comparándolas.

Por la noche volvió a llamar a Marcia. La mujer volvió a sorprenderse, pero esta vez hablaron ya más tranquilos. Se contaron todo lo que no se habían contado por la mañana y tío Mario quedó de llamarla otro día para seguir hablando.

La llamó al día siguiente, desde Suiza, donde vivía tío Enrico y a donde tío Mario viajó a continuación después de despedirse de tío Gino y su familia, y así supieron uno del otro lo que la vida les había deparado. Ella sabía ya cosas de él (por sus, conversaciones con tío Carlo), pero tío Mario ignoraba todo de ella, a excepción de. la vieja historia de Nápoles que aquél le había contado en Bolonia.

-No -dijo ella-. Como tú: Mario.

Tío Mario calló un instante. La confesión de Marcia le había desconcertado y le había hecho entender hasta qué punto Marcia le había querido. No sólo había ido a buscarle, y había seguido llamándole -aunque él nunca lo supiera-, sino que incluso le había dado su nombre al hijo que había tenido. Y él sabía lo que un hijo significaba para una madre.

-No tuve más -dijo Marcia- Cuando él nació, su padre y yo ya estábamos separados.

-¿Por qué? -preguntó tío Mario, imaginando que el padre, que era marino, se habría ido un buen día y no habría vuelto a buscarla.

-Porque yo seguía pensando en ti -dijo ella-. Y eso ningún hombre lo aguanta.

Tío Mario no respondió. Se quedó tan desconcertado que apenas acertó a despedirse de ella y a prometerle que volvería a llamarla. Luego, colgó el teléfono y regresó muy serio a la mesa donde tío Enrico estaba esperándole.

Tío Enrico no notó nada. Hacía tanto tiempo que no veía a su hermano que ya casi no sabía cómo era su carácter. Tío Enrico ya ni sabía cómo era fisicamente tío Mario. La última vez que se vieron fue cuando murió su padre.

Tío Enrico era un hombre extraño. Con apenas veinte años, había emigrado a Suiza y, desde entonces, prácticamente no había vuelto nunca a Italia. Se había casado dos veces, la primera con una suiza y la segunda con una alemana, y sus hijos no sabían ya siquiera hablar italiano, pese a que su padre tenía un restaurante especializado en cocina napolitana. En una de sus mesas, precisamente, era donde tío Enrico y tío Mario estaban ahora sentados.

-Invertí aquí todos mis ahorros -dijo tío Enrico, orgulloso-. El trabajo de muchos años.

-Está muy bien -le halagó tío Mario.

-Sí. Lo malo es que ya soy viejo tío Enrico- y los hijos no quieren trabajarlo.

Pero tío Mario no le escuchaba. Aunque tío Enrico seguía hablándole, preguntándole por la familia y por los viejos amigos de Nápoles (la mayoría de los cuales ya habían muerto o tío Mario les había perdido la pista), éste seguía oyendo a Marcia. Lo último que le dijo se le había quedado grabado.

Tío Mario se quedó solamente un día en Suiza. Aunque hacía mucho que no veía a tío Enrico, y aunque posiblemente iba a ser la última vez que se vieran, tío Mario cambio de planes (pensaba estar varios días) y aquella misma noche llamó a tía Gigetta a Italia. Era la segunda vez que lo hacía desde que salió de viaje. La primera había sido desde Bolonia, desde casa de tío Carlo.

-Tardaré aún unos días en ir -le dijo, sin contarla siquiera dónde estaba.

-Por mí, como si no vuelves nunca -le contesta tía Gigetta, muy seca, colgándole el teléfono antes de que él pudiera decirle nada.

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