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Tribuna
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Cuba y nosotros

Que la situación en Cuba se degrade y que las tensiones aumenten no es una buena noticia. Es evidente que en Cuba hay que impulsar cambios hacia la democracia parlamentaria y la economía abierta, pero me temo que los auténticos y necesarios cambios np se van a alcanzar por esta vía.Si algo tienen en común las diversas experiencias de transición a la democracia parlamentaria que el mundo ha conocido en los últimos 15 o 20 años es que no hay recetas mágicas ni transposiciones mecánicas de un caso a otro. Pero si algo hemos aprendido de nuestra propia experiencia y de otras posteriores en Iberoamérica, en el este de Europa, en Suráfrica y en Palestina es que toda transición es una mezcla de factores de ruptura y de cambio y de otros que dan estabilidad al proceso en su conjunto. Estos últimos pueden ser y de hecho han sido muy diferentes en los diversos casos que conocemos, pero hay uno que se ha repetido y que es fundamental para el éxito del empeño, a saber: un acuerdo básico entre sectores reformistas de dentro del régimen que termina y sectores reformistas de fuera. Este es el principal factor de estabilidad, la principal garantía de que el cambio será pacífico y de que los momentos de ruptura serán controlables y no degenerarán en guerra civil.

Este es hoy, a mi entender, el principal problema del posible y necesario cambio en Cuba. Y la única política sensata que podemos desarrollar todos los que deseamos un cambio positivo y pacífico en Cuba es, precisamente, ésta: contribuir a que dentro del propio sistema actual surjan sectores reformistas suficientemente arraigados en la experiencia de estos decenios y suficientemente representativos como para generar confianza y credibilidad entre los ciudadanos -muchos de los cuales desean sin duda cambios, pero no que éstos se lleven por delante todo lo que consideran un patrimonio histórico propio- y, a la vez, capaces de negociar los ritmos, las formas y los liderazgos del cambio. Y junto a esto, contribuir a que fuera del sistema, dentro y fuera del país, surjan otros sectores reformistas con idénticas características. Finalmente, debemos contribuir a crear las condiciones para que ambos sectores puedan entenderse en lo fundamental, a sabiendas de que el proceso será complicado, que tendrá muchas presiones de sectores radicales de uno y otro lado y que pasará por momentos muy peligrosos en los que todo se puede ir al traste.

Es evidente que para poder aportar algo de esto a la transición cubana hay que tener una visión clara, lo más lúcida posible, de la situación actual, de sus novedades y sus contradicciones. Para eso hay que estar cerca, hay que dialogar e impulsar el diálogo en general, hay que cooperar y ayudar, no cortar las relaciones ni pretender aislar a nadie desde fuera.

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Aquí es donde se sitúa la cuestión clave del embargo norteamericano, o, más exactamente, del bloqueo económico y político impuesto por Estados Unidos. Creo que hay que denunciar con fuerza esta política de cerco y de aislamiento porque nada conduce más al inmovilismo y a la autarquía que un bloqueo exterior que exaspera y que agudiza las tensiones sin aportar ninguna alternativa. Este tipo de bloqueo no sólo refuerza la tendencia al encastillamiento interior y a cerrar filas en torno al líder de la fortaleza asediada -puesto que, en definitiva, la causa de todas las dificultades y penurias siempre se puede atribuir al exterior-, sino que no deja más alternativa que la simple, pura y brutal vuelta de la tortilla, es decir, una perspectiva radical que convertirá en protagonistas exclusivos a los sectores más extremos e intransigentes, y marginará a los núcleos reformistas del interior del sistema y del exterior.

Hace unas semanas, algunos políticos españoles tuvimos ocasión de debatir estos temas con un alto dirigente del Departamento de Estado de Estados Unidos, y creo que esto es lo que le dijimos, con matices, naturalmente, pero sin discrepancias de fondo desde sectores políticos muy diversos. El dirigente norteamericano defendió, lógicamente, su política gubernamental, pero al final, y ante nuestra insistencia, expresó su extrañeza por el apasionamiento del debate, y nos preguntó si Cuba era un tema de política interior española Aquí, naturalmente, las opiniones fueron muy divergentes. Pero pensándolo bien creo que se puede decir que sí lo es.

En primer lugar, porque Cuba es entre todos los países iberoamericanos uno de los más queridos por muchos españoles, uno de los más cercanos afectiva y culturalmente.

En segundo lugar, porque está en juego el futuro de un país que ha tenido una historia singular, ha encamado muchas esperanzas en nuestro país y en el mundo, y ha engendrado también muchos y muy contradictorios interrogantes.

En tercer lugar, porque hoy las fronteras entre lo interno y lo externo tienden a diluirse y Cuba se encuentra ante una encrucijada que nos concierne directamente como españoles y 2como ciudadanos del mundo: la ruta seguida hasta aquí se acaba, pero no está claro si terminará abruptamente en un precipicio insondable, donde se quemarán inútilmente miles y miles de energías y de voluntades, o si empalmará con otra ruta nueva, todavía por construir, en la que una buena parte de estas energías y voluntades y otras hasta ahora ausentes se sumarán para abrir una nueva etapa que no signifique hacer tabla rasa de los esfuerzos de unos y otros. Nada de esto nos es ajeno en ninguna parte del mundo, y menos en Cuba.

Y en cuarto lugar, porque nuestra discusión interior sobre el tema cubano está cada vez más sesgada por problemas coyunturales o por tomas de posición apriorísticas, es decir, cerradamente ideológicas, en el sentido peyorativo del término. Y esto me preocupa porque creo que sería muy negativo que la aportación de España al cambio cubano fuese una confrontación interior que, a la postre, acabase haciendo el juego a los radicalismos insensatos.

es presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados.

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