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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

En la Unión Europea, ahora la política

HACE AHORA un año, los Doce acordaron ampliar las bandas de fluctuación de las divisas europeas en el. seno del Sistema Monetario Europeo (SME), dejando atrás el rigor y la disciplina que habían propiciado las tormentas monetarias que en pocas semanas habían acabado con el mecanismo de cambios vigente. Aquella decisión se interpretó entonces como una claudicación de Europa ante la especulación internacional y como un paso atrás en el proceso de integración y en el camino hacia la moneda única.El objetivo fue acabar con los movimientos especulativos que se habían cebado con las divisas europeas en un momento de europesimismo desatado por el no danés al Tratado de Maastricht y la cortísima victoria del sí en el referéndum francés. La inestabilidad generada por estas consultas, que pusieron en duda el proceso de integración, se combiné con problemas derivados de la rigidez del mecanismo de cambios del SME. Ideado para mantener dentro de unos márgenes muy estrechos la cotización de cada divisa, chocó con la libre circulación de capitales al aumentar geométricamente los efectos de ésta gracias a los avances de la informática, que permiten operar al segundo desde cualquier punto del globo.

El mecanismo implicaba la obligación de intervenir inmediatamente para evitar que los gigantescos movimientos especulativos, con 150 billones de pesetas circulando constantemente, expulsaran a una divisa de los márgenes tolerados por el SME. La ampliación de estos márgenes bastó para acabar con la especulación, ante la evidencia de que sus movimientos no siempre obtendrían la respuesta que le era imprescindible para convertir su inversión en beneficio.

Pero la ampliación de bandas conllevaba el riesgo de que cada moneda evolucionara con excesiva flexibilidad, con lo que ello suponía de desintegración del proceso hacia la moneda única. Un año después, el final de los movimientos especulativos ha permitido la bajada de tipos de interés en toda Europa, facilitando el retorno al crecimiento económico y logrando algo entonces imprevisto: las economías europeas no han divergido más. Por el contrario, la inflación ha bajado en todos los Estados miembros, los tipos de interés se han reducido, los déficit públicos han quebrado su tendencia alcista y, sobre todo en los últimos seis meses, las divisas parecen haber. encontrado la senda de la estabilidad. Sólo los saldos vivos de deuda pública siguen al alza, pero éste es el menos fundamental de los cinco factores de convergencia acordados en el Tratado de Maastricht.

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Si la recuperación económica se confirma en toda Europa y el crecimiento económico permite mantener la tendencia reductora de los déficit públicos, hasta 11 Estados miembros de los 16 de la Unión ampliada parecen claramente en condiciones de poder cumplir con la manga más o menos ancha los criterios de convergencia. Sólo Grecia parece tener imposible el acceso al tren de la primera velocidad, mientras que Portugal, España, Italia y Suecia deben hacer enormes esfuerzos para reducir sus déficit públicos y no quedarse en la segunda velocidad.

Pero las condiciones macroeconómicas no bastan para poner en marcha la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria (UEM). El Tratado de Maastricht exige que siete de los actuales 12 Estados miembros cumplan las condiciones de convergencia el 1 de enero de 1997 y que basta con que las cumplan tres el 1 de enero de 1999. Pero añade en el texto un fundamental "si quieren". Es la ausencia de voluntad política el mayor freno que debe superar el proceso de integración europea. Esa voluntad puede renacer cuando la recesión quede atrás, incluso a costa de mantener en Europa enormes legiones de parados que ni siquiera con crecimiento económico podrán encontrar empleo. Una voluntad política que no existirá si Francia no recupera la senda del europeísmo y vuelve a reconstruir con Alemania un eje funda mental para la Unión Europea. Una voluntad política que obligará al Reino Unido a decidir, quizá de una vez por todas, si su apuesta de futuro es Europa.

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