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Tribuna:VERANO 94
Tribuna
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Mecánica popular

Capítulo 6

Juan José Millás

Relato de Se ve que había aprendido la lección, porque ahora me tocaba sin prisas. Yo apoyé la cabeza sobre el brazo del sofá y al notar el encaje de las bragas rozándome la vulva creí que me moría de placer. Quizá mi cuerpo, tal como afirmaba la Mecánica Popular, no fuera más que una herramienta, pero estaba tan encarnada en mi identidad que yo la percibía como un órgano. Pensé que ya no podría acostumbrarme a vivir sin cuerpo. Por lo demás, él gusto se xual era igual de incomprensible ahora que cuando. había sido hombre, pero resultaba mucho inás intenso y duradero. Todos mis miembros, y no sólo la vulva, estaban implicados en aquel suceso, y si digo suceso es porque se trataba de un acontecimiento.

-Repíteme al oído lo de la atelia -rogué mientras sus manos buscaban, quizá, un pezón retráctil por mi pecho.

Apenas había comenzado a narrarme aquella monstruosidad, cuando se oyó, la puerta y vimos avanzar a un mensajero con casco de. motorista que llevaba una pizza en una mano y en la otra una bolsa con cervezas. Nos incorporamos como si nos hubieran sorprendido cometiendo un delito, y la gata, que había estado contemplándonos, se acercó al motorista con el rabo levantado: sin duda había olido la comida.

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-Se le dan bien los animales -dije aparentando naturalidad mientras me cruzaba el abrigo para ocultar el desorden de la falda y de la blusa.

-Es que ha olido las anchoas -añadió Francisco alejándose de mi.

El mensajero contempló a la gata, que maullaba a sus pies, e intentó esbozar una sonrisa de complicidad que se convirtió en una mueca de terror. Cuando por fin logró articular dos palabras seguidas, dijo:

-Les juro que en este trabajo se ve de todo, pero esto es completamente nuevo para mí.

-¿Le pasa algo a la gata? -pregunté preocupada.

-No, nada -respondió-, si para usted es una gata...

-Ahora va a resultar que tampoco es una gata -dijo Francisco con irritación-; o sea, que ni peluquera, ni dentista, ni gata. ¿Pues entonces qué es?

El muchacho dejó la pizza y las cervezas sobre la mesa y comenzó a buscar, nervioso, la factura entre la multitud de bolsillos de su traje, mientras decía:

-Yo lo que ustedes digan, la verdad.

-No, no -añadí yo, que estaba un poco molesta por su gesto de censura-, diga lo que le parezca. Si nosotros estamos también hartos de dudas. Nos viene muy bien que vengan a decimos desde fuera lo que somos. A ver, dígame, qué soy yo.

El mensajero pareció dudar, pero había perdido el miedo del principio y se decidió a hablar. Dijo:

-Pues un tío con un abrigo de pieles y una peluca horrible, eso es lo que es. Francisco, que había desenvuelto la pizza y comenzaba a comérsela tras arrojar unas migas a la gata, se atragantó al oír esto y sufrió un ataque de tos. Pero, tosiendo y todo, se incorporó y preguntó con angustia:

-¿Y yo? ¿Qué soy yo?

El muchacho retrocedió asustado por el tono de voz, pero mientras reculaba decía:

-Pues... no sé, una tía vestida de hombre, ¿no?

-Con que una tía disfrazada de hombre, ¿eh? -gritó Francisco fuera de sí-. ¿Y si yo digo que usted es un imbécil y un miserable? ¿Y si le doy un par de hostias, sí, de hostias, va a continuar diciendo que soy una tía?

El muchacho, porque era casi un niño, logró alcanzar la puerta y salió corriendo. Francisco regresó al sofá quitándose las migas de la pizza, de los alrededores de la boca y se bajó los pantalones con disimulo para comprobar que continuaba siendo un hombre. Yo, por mi parte, me puse de espaldas a él y, protegiéndome con el abrigo, me levanté la falda para certificar que al otro lado de las transparencias de las bragas había una vulva llena de sentimientos.

-No tienen ni idea -dijo Francisco-. Casi me alegro de no poder salir de aquí. Ahí afuera están todos locos, especialmente mi marido...

-Pues si te cuento las cosas de mi mujer... -dije yo acordándome de las manías de aquella bruja que me había esclavizado mientras no era más que un hombre-, de todos modos, no deberías haber asustado al mensajero de ese modo. Además de irse sin cobrar el pobre, no nos ha dicho si estamos en Buenos Aires o en Madrid, ni si hace frío o calor. Ahora, que yo creo que tenía un leve acento argentino.

-Tú siempre llevando el agua a tu molino. Gallego, ese acento era gallego. Además, ya hemos quedado en que tú estás en Buenos Aires y yo en Madrid. Qué manía con que estemos todos a la vez en el mismo lugar. Me recuerdas a mi marido, que tenía la obsesión de que todos teníamos que ir juntos y a los mismos sitios. ¡Qué hombre!

-Llevas razón -contesté cogiendo al fin un trozo de pizza, porque la gata se había subido a la mesa y no paraba de comer-; al fin y al cabo ya hemos dicho que todo es una prótesis. A lo mejor si llamamos otro día nos viene el mismo mensajero con un cuerpo de árabe. Hala, vamos a comer, que la doctora, o la gata, lo que sea, acaba con todo.

No había terminado de masticar el primer bocado, cuando se abrió la puerta de la entrada y apareció de nuevo el mensajero con cara de espanto. -Ustedes perdonen -dijo-, es que no encuentro la salida.

Francisco, que aún no le había perdonado que le confundiera con una mujer, gritó con la boca llena de Pizza:

-¿Cómo va a reconocer la salida si no sabe distinguir a un hombre de una mujer ni a una gata de no sé qué? Por cierto, que no nos ha dicho todavía qué ha visto en la gata.

A mí, la verdad, me dio pena el muchacho, así que me acerqué a él para protegerle de la ira de Francisco.

-No le atosigues -dije-. ¿No ves que está muy asustado? Estás pálido, muchacho.

Le tomé por los hombros y le conduje hasta el sofá obligándole a sentarse para que se tranquilizara un poco. Luego, simplemente por sacar un tema de conversación, dije:

-Por cierto, que antes se nos ha olvidado preguntarte sí estamos en Buenos Aires o en Madrid.

-Y si hace frío o calor -añadió Francisco. El mensajero contempló a la gata, que había terminado de comer y se relamía los bigotes, y volvió la cabeza en dirección a la puerta, midiendo con los ojos la distancia que, le separaba de ella, como si calculara las posibilidades de éxito de una nueva fuga. Después compuso un gesto de desaliento y rompió a llorar con desesperación. Francisco y yo intercambiamos una mirada de satisfacción y en seguida, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo previamente, nos pusimos en pie y comenzamos a aplaudir al tiempo que le lanzábamos bravos y vivas que, lejos de calmarle, le hundían en un llanto mucho más intenso. Finalmente, cuando consiguió sorberse algunas lágrimas, levantó su rostro hacia nosotros y preguntó con gesto de súplica:

-¿Pero se puede saber qué pasa? -Que en esta sala de espera las únicas que habíamos Horado hasta ahora éramos las mujeres -señalé-. Ya era hora de que alguien rompiera la convención. Estábamos tan convencionales...

El motorista se levantó del sofá sin dejar de llorar y abriéndose la cazadora de cuero para mostrar su cuerpo, gritó-

-¡Pero si soy una tía!

-Pobrecito -dije yo porque me daba mucha pena-, es una mujer y se creía que era un hombre.

-¡Que no, hombre, que no! -gritó con desesperación-. Lo que pasa es que en este trabajo es mejor que te tomen por un hombre. Algunas de mis compañeras han sufrido abusos de clientes que piden pizzas, pero que lo que quieren es otra cosa.

-Nada, nada -apuntó Francisco con cierta carga agresiva en sus palabras-, sugestión, todo es pura sugestión. Estás sugestionado con que eres una chica y ya está. Yo también padecí esa sugestión; imagínate que llegué a casarme con un hombre y todo, un imbécil, por cierto. Además, me creía que vivía en Buenos Aires, con el frío que hace allí en esta época del año; fíjate en el abrigo que tiene que llevar esta pobre.

-Es que -añadí yo intentando crear un clima de concordia- mientras. esperábamos al dentista a la peluquera, que no sabemos qué hemos venido, la verdad, estábamos comentando el poder de las convenciones sociales. O sea, que te levantas con una idea (y las ideas en realidad son también una prótesis), por ejemplo con la idea de que eres cirujano, y lo mismo te pasas el día arrebatándole el páncreas a la gente. Aunque el páncreas es otra convención. Nos hemos puesto de acuerdo en que hay páncreas y a lo mejor ya no podríamos vivir sin él.

-Déjalo, no insistas -dijo Francisco con gesto de desprecio-; este chico no entiende nada.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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