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La segunda transición

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona

La fecha del 12 de junio de 1994 marca, probablemente, el principio de una segunda transición. En las elecciones europeas del 12 de junio, el PSOE sufrió una espectacular pérdida de apoyo popular. El triunfo del PP y la sustancial subida de Izquierda Unida apuntan a una mutación profunda de la situación política. El hecho de que los mayores respaldos al PSOE provengan hoy de la España rural y de la población de mayor edad confirma el sentido de la transformación que se avecina. La primera transición supuso un cambio de "régimen político" y el advenimiento de la democracia. Acabó, además, con nuestro secular centralismo e implantó, no sin vacilaciones y errores, el sistema autonómico. Fue, en buena medida, iniciativa feliz de un amplio grupo de españoles nacidos entre los años treinta y los primeros cuarenta, que bien pudieran ser conocidos como generación de 1978 por la fecha de su obra más preciada: la Constitución. Como con acierto dijo uno de sus principales protagonistas, Adolfo Suárez, se trataba de hacer normal en las leyes del Estado lo que en la opinión de la calle era simplemente "normal".

La segunda transición que ahora inauguramos apunta de entrada a otra evidente normalidad democrática: la alternancia en el poder. El proceso tendrá su principal manifestación cuando el partido socialista vuelva a sentarse en los bancos de la oposición y un nuevo Gobierno pueda desarrollar sus funciones por un periodo prudencial.

A esta segunda transición subyace también un cambio generacional, a veces oscurecido por la monotonía de lo cotidiano. De 1978 al día de hoy, una nueva generación ha irrumpido en el escenario español. Hijos del baby boom y del desarrollismo; más altos, mejor alimenta dos y menos acomplejados que sus mayores, forman la primera generación en nuestra historia para la que las instituciones de mocráticas y, a la vez, el europeísmo de España, resultan ser un simple dato y un punto de partida.

Ante este grupo generacional y ante los anteriores, que, aun algo hipermétropes, no estamos totalmente cegatos, los 12 años de Gobierno del PSOE aparecen en fase terminal. No es cuestión de negar cuanto de positivo ha sucedido en estos años: la consolidación misma de la democracia, herida un 23 de febrero; el acceso de pleno derecho a Europa; la modernización innegable de nuestra sociedad, etcétera, son todos acontecimientos positivos durante los Gobiernos de Felipe González. Se trata más bien de enfrentarnos ahora con lucidez al hecho indudable de que la era del predominio socialista está agotada y orientarnos con acierto en esta nueva transición.

Más allá de sus aciertos y de sus errores, la fórmula presidencial de Felipe González contrajo desde hace tiempo una terrible enfermedad, mal diagnosticada, que llamé en alguna ocasión "síndrome de autosuficiencia adquirida". Este padecimiento está dejando sin defensas al propio partido socialista y a su Administración. Consiste, en la creencia egolátrica y narcisista de estar siempre en posesión de la verdad. Un tejido político-administrativo sano hubiera, resultado inmune al virus de la corrupción y nos hubiera ahorrado el bochorno y vergüenza que para la conciencia colectiva ha supuesto el caso Roldán. Un sistema inmunológico eficaz hubiera impedido el contagio a la Administración de la cultura del pelotazo o hubiera evitado, al menos, que el pelotazo atizara en el ojo a los más obligados a velar por la honestidad pública y les nublara la visión.

El 12 de junio viene a ser, pues, el prólogo de una nueva época. Sorprende, por ello, que el Gobierno haya quedado, en apariencia, "impasible el ademán". Preocupa que no se haya producido, hasta el momento, ninguna reacción de las múltiples que ofrece la Constitución para casos como el presente.

Yo no creo, por cierto, que la respuesta más conveniente en estos momentos haya de ser la convocatoria precipitada de elecciones generales anticipadas. Pero de ahí a la impavidez absoluta y al nirvana político hay un gran trecho.

La nueva transición debería introducir nuevos resortes y hábitos políticos, apenas hasta hoy usados y que son moneda corriente en otros países democráticos. Me refiero a la cultura política del pacto y de la coalición. No se comprende bien que el actual Gobierno, sin mayoría absoluta en el Congreso y en franca minoría ante la opinión, no sea capaz de cuajar un pacto de legislatura con los nacionalistas o simplemente un Gobierno de coalición. No se entiende nada la conveniencia de esquivar la cuestión de confianza y mantener en la ambigüedad y el misterio las relaciones con CiU y PNV, dando la impresión de estar permanentemente deshojando, no ya la margarita, sino la alcachofa de las competencias estatales.

En esta nueva transición que se ha iniciado, habría que repensar y acaso revisar también el perfil y la función de los partidos. No sólo porque sea deseable pasar ya de una democracia de partidos a una democracia en los partidos; ni porque hayan de caer no pocos tabúes sobre el diálogo y pacto entre las fuerzas políticas, dejando de lado el cómodo expediente de los apestados y de los acuerdos supuestamente contra natura; ni sólo porque se haya de superar la adscripción cuasi religiosa de los votantes a sus partidos, quedando cautivos de, sus líderes, ya hagan mangas, ya capirotes. Por todo ello en parte, pero sobre todo porque los partidos han de ser instrumentos en manos del electorado y no a la inversa.

La nueva transición debería, abocar antes o después en un Gobierno del Partido Popular. Es la elemental regla de la alternancia. El actual presidente del Gobierno se dolía hace años de la falta de alternativa real al PSOE y de los males que esta carencia podría acarrear al país. Hoy, libre de tal preocupación, asombra que el PSOE no reconozca aún al Partido Popular como un digno y democrático candidato vara sucederle en el Gobierno.

En este trance de sucesión hay, no obstante, muchos peligros a conjurar. No es lo mismo querer sentar al PSOE -sin acritud- en el banco de la oposición que en el banquillo de los acusados. La sombra de Carlos Andrés Pérez o de Bettino Craxi sería una maldición para todos nosotros. Tampoco es igual desarrollar el propio programa que reducirlo a desandar los últimos 12 años. En España hay demasiada tendencia secular al trágala, a los movimientos pendulares y a las revanchas. Malas medicinas para esta segunda transición. Transición que acabará -cuando quiera el electorado- con una nueva alternancia, que sitúe, acaso, a una izquierda remozada-repensada, como ha escrito García Santesmases- en las responsabilidades de gobierno. fue ministro para la Coordinación Legislativa y de Educación y Ciencia con UCD

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