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Un tigre se echa a correr

Mario Vargas Llosa

Cuando, en Beijing, ligeramente empalagado de dragones y budas, decidí hacer un poco de turismo revolucionario, surgieron problemas logísticos. Los museos y monumentos históricos todavía están allí, pero ya no figuran en los circuitos turísticos, no. se mencionan en los folletos para viajeros y hasta parecería que se han eclipsado de la memoria de los guías. En el Museo Histórico de la Revolución penan las ánimas. Recorriendo sus desolados pabellones tuve la impresión de que, excluido este escribidor, a los mil doscientos millones de ciudadanos y a los cinco millones de turistas de China Popular los episodios y personajes que sus polvorientas fotografías conmemoran, les importan ya una higa.La foto del Presidente Mao todavía adorna uno de los muros de la plaza de Tiananmen -el del Palacio del Pueblo- pero su momia resultó huidiza como el azogue. En el mausoleo de negro mármol unas parejas se fotografiaban junto al solitario soldadito que bostezaba con visible falta de marcialidad. Pero la momia fue inhallable. Las tres veces que acudí a la puerta del subterráneo donde, en teoría, se exhibe, el lugar estaba cerrado a piedra y lodo y, la última vez, la razón que me dieron, me desestabilizó: "Hay mucha lluvia".

En Shanghai, una placa recuerda que en esa modesta casita se reunió por primera vez (en la clandestinidad y sólo por unos días) el Comité Central, bajo la dirección de Mao, para preparar la insurrección y, al parecer, hay allí un museo, pero las horas de visita que anuncia no se cumplen.

¿Qué ocurre? ¿Por qué el Partido Comunista que gobierna la populosa China oculta su propio pasado y deja caer en vetusto abandono su historia y sus iconos y promueve, mas bien, aquella remota tradición 'nacional' -los soberbios palacios, la muralla abrumadora, las pagodas humosas de, incienso, los exquisitos artefactos de cada dinastía- que los guardias rojos querían volver cenizas durante la Revolución Cultural? Porque, a diferencia de lo sucedido en la URSS o en Polonia o Checoeslovaquia, en China el comunismo no está siendo enterrado de modo espectacular y traumático sino con delicada hipocresía, de manera indolora, a poquitos y salvando las apariencias.

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Atención: enterrando el comunismo, no el autoritarismo, ni el control exclusivo y excluyente del poder. Es una operación audaz que, si los dirigentes chinos se salen con la suya, debería hacer del país más poblado de la tierra, dentro de cincuenta años, una suerte de multiplicada Singapur: una vasta sociedad moderna en la que las formas más avanzadas del capitalismo industrial funcionarán bajo la camisa de fuerza de una rígida estructura política, un paternalismo despótico que, como el de Lee Kwan Yu en Singapur, será flexible, según las circunstancias: benévolo si reina el conformismo y la apatía entre los súbditos e implacable ante todo brote de rebeldía y contestación.

Hay que reconocer que, hasta ahora, esta audaz metamorfosis de China Popular de sociedad igualitaria y colectivista en autocracia capitalista, ideada por el anciano Deng Xiaoping, ha funcionado bastante bien, con algunos baños de sangre, desde luego, como el de los estudiantes que pedían democracia en la Plaza de Tiananmen hace cinco años, y que los gobiernos occidentales ahora procuran olvidar pues saben que es el precio para seguir haciendo buenos negocios con este mercado gigante recién abierto al comercio mundial. ¿No acaba el Presidente Clinton, presionado por las grandes empresas de Estados Unidos, de conceder a China la cláusula de "la nación más favorecida", pese a sus promesas electorales de supeditar esta medida a mejoras concretas en la situación de los derechos humanos en este país?

El desarrollo no es sinónimo de progreso, sino apenas un ingrediente o factor de este concepto. El verdadero progreso engloba, junto con el crecimiento de la economía, una justicia independiente del poder político y accesible a todos los ciudadanos, información libre y derecho de crítica, pluralismo político e instituciones representativas, así como una progresiva descentralización del poder paralela a la diseminación masiva de la propiedad privada y a un aumento sistemático de la autonomía individual. La apuesta de Deng Xiaoping y los suyos -que tienen ahora el control del Partido Comunista chino, pero están lejos de haber derrotado. definitivamente a sus críticos 'conservadores' a quienes las reformas económicas les parecen un riesgo a mediano o largo plazo para la conservación del poder político- consiste en lograr un desarrollo económico que, a la vez que eleve las condiciones de vida del pueblo chino, asfixie en él toda veleidad democratizadora y por lo tanto aísle y minimice a la disidencia política, la que, de este modo, puede ser aniquilada o neutralizada sin mayores consecuencias.

La repugnancia moral que este modelo ideológico produce en mis convicciones liberales y libertarias. no me impide reconocer que, a simple vista por lo menos, se va materializando a toda prisa. China entera parece poseída de delirio constructor. Por donde voy -Beijing, Shanghai, Xian, Guilin- se derriba, excava, traza, erige, carga y descarga a un ritmo endemoniado y, en Shanghai sobre todo, la erupción de nuevos edificios -rascacielos, fábricas, avenidas, pasos a nivel, puertos- y la omnipresencia de barrenos, grúas y tractores que rugen sin piedad y las miríadas de obreros trabajando las veinticuatro horas del día son tales que me parece estar viviendo una de esas utopías chirriantes y llenas de máquinas de los poetas futuristas.

Todos los hombres de negocios europeos, americanos u orientales -también ellos innumerables- con los que coincido en hoteles, aviones o barcos a lo largo del viaje me aseguran que de este impresionante movimiento. económico gotean ya abundantes beneficios para el grueso de la población, cuyos niveles de ingreso habrían aumentado considerablemente desde 1978, cuando todo esto comenzó. Lo que me dicen es tos caballeros interesados sobre los avances de China, lo tomo siempre con una pizca de sal; en cambio, al Hermano Guillermo, quien me asegura lo mismo. le creo a pie juntillas todo lo que me cuenta.

Era un Hermano de La Salle, que enseñaba literatura en una Universidad suramericana, y que hace dieciséis años recibió

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Un tigre se echa a correr

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