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Reportaje:

Un lugar en la sombra

Para Ángel todo empezó cuando recibió en su tierra dominicana, hace dos años, la carta de una compatriota residente en España animándole a seguir su camino; entre otros argumentos, su corresponsal invocaba: "En Madrid, [los dominicanos] hemos tomado un parque'Hoy Ángel Langüasco, sin perder la sonrisa, se multiplica atendiendo a sus paisanos en el único bar que abre sus puertas en la plaza de la Aurora Boreal de Aravaca. El supuesto parque es más bien humilde solar, algo escaso de vegetación y partido en la mitad por un edificio de ladrillo que ostenta el nombre de Casa de la Cultura.

Es jueves, día tradicional de libranza del servicio doméstico y tarde de encuentro para muchos jóvenes dominicanos de ambos sexos que confluyen en esta plaza de Aravaca lugar de paso, encrucijada de innumerables colonias, antiguos hoteles, modernos chalés, adosados y semiadosados, ciudad residencial, calles solitarias y sin comercios, de poco tráfico y muchas vallas, setos y alambradas, urbanizaciones fortificadas, hábitats híbridos donde se ha aclimatado una especie anfibia que ha intentado vivir a caballo entre el campo y la ciudad, pero que vive la mayor parte de su tiempo dentro del coche abrazada a su teléfono móvil.

La Aurora Boreal era tierra de nadie hasta que la descubrieron y poblaron los dominicanos que empezaron a reunirse en un bar cercano, el Brisas del Sur, clausurado hace poco, como otros dos locales más, por la celosa autoridad local, tras un estrechísimo marcaje, por problemas técnicos. Los miembros de las dotaciones de la Policía Municipal que aparcan sus vehículos en la plaza representan en este momento algo más del noventa por ciento de la población nativa que puede verse en la zona. Los guardias aprovechan estas pacíficas asambleas para identificar y examinar los papeles de los visitantes, a la busca y captura de posibles irregularidades en pasaportes y permisos de residencia y de trabajo. Funcionarios modélicos inspeccionan asiduamente (nueve inspecciones en lo que va de año) las instalaciones del bar-restaurante El Patio y, casi siempre, encuentran alguna pega que poner. Lo último ha sido exigir la retirada de todas las plantas artificiales y de los cojines de los asientos para prevenir posibles riesgos de incendio.

Al margen de todo riesgo, El Patio, que está que arde, los grupos se hacen y deshacen con la facilidad de la gente que se siente como en casa, y el rumor de las conversaciones se impone milagrosamente a la música caribeña que atruena en los altavoces. En un televisor que nadie mira se desenrosca un culebrón venezolano, y los botellines de cerveza desbancan por gran mayoría a la bebida nacional, el ron. "La gente dominicana", dice Ángel .Langüasco, "vino a esta plaza de Aravaca para buscar un cobijo, un lugar que garantizase la comodidad de estar a la sombra". Es un público de tarde y de primeras horas de la noche, pues, en su mayor parte, depende del horario de los autobuses de línea para regresar a sus domicilios. Es un público pacífico y fiel. Wilson Sánchez, encargado del bar, no se conforma con que les dejen en paz. Wilson pide más respeto para la comunidad dominicana y exige que: "De una vez y para siempre se limpie nuestra imagen que se ha querido ensuciar con argumentos insignificantes".

"Hablan de drogas y de prostitución", se queja uno de los clientes, "como si esos temas fueran cosa nuestra, como si entre los españoles no se conocieran esas cosas". Ni el más estricto y timorato censor moral podría ponerle pegas al ambiente vespertino de este cobijo dominicano en Aravaca, este lugar al que un día llegaron buscando sombra y libertad, amistad y recreo, algunas empleadas del servicio doméstico internas en residencias de la zona. Bajo el rechazo, más o menos disimulado,' de la autoridad local y de ciertos vecinos, subyacen los viejos tics racistas y xenófobos. Aquí no hay algaradas nocturnas, ni motos, ni músicas de madrugada, ni escándalos, ni vándalos.

Manuel Remiro, joven empresario madrileño al frente de El Patio, es, por supuesto, acérrimo defensor de la causa dominicana y se muestra igualmente encantado con la clientela y con la recaudación que queda en sus arcas después de cada velada caribeña. En los tres días semanales de fiesta pueden consumirse 30 barriles de cerveza y 40 o 50 cajas de botellines. Remiro se enorgullece de "dejar todo abierto, con las cajas a la vista, sin que falte ni una botella" y achaca todos, sus males y los de sus amigos dominicanos a la Postura del Ayuntamiento conservador. "Fíjate como serán" indica, "que una vez que vinieron los de Izquierda Unida a dar un mitin aquí no les dejaron ni conectar la luz".

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La plaza de la Aurora Boreal tiene en su centro el esqueleto de una farola ornamental, aún más ornamental porque no hay lámpara alguna que cuelgue de sus brazos. En la fachada de la Casa de Cultura una placa rinde homenaje a la Guardia Civil. En los bancos ríen y charlan corrillos de mujeres dominicanas vestidas de fiesta y de brillantes colores. Los hombres pasean en grupo, hablando de deportes y de ellas hasta que se deciden a abordarlas.

"Aquí todos nos sentimos como de la familia", aclara innecesariamente uno de los contertulios de la plaza que invita a aprovechar el tiempo porque no cree que la cosa dure mucho. Hay una cierta sensación de provisionalidad que aflora bajo la alegría de la fiesta y del encuentro. Muchos piensan que, un día u otro, encontrarán una excusa, una coartada para disolverlos y que les costará volver a encontrar un lugar parecido para reunirse. Alguno cree que ese día llegará cuando terminen el nuevo edificio que están construyendo en la plaza y quieran vender los pisos.

Wilson Rodríguez es de los que no están dispuestos a rendirse y habla de "luchar hasta el últímo momento en contra del exterminio" de su cultura y su ambiente. Wilson quiere "hacer un llamamiento a toda la comunidad dominicana para que salga a las calles a defender su nombre y sus derechos". Pero en esta tregua veraniega, ahora que las tardes de verano parecen no terminarse nunca, con un calor tropical que les hace añorar su país de origen, estos viajeros que han encontrado su lugar a la sombra no parecen pensar en la batalla. No suenan himnos guerreros sino música caliente en este acogedor y humilde puerto del Caribe en Aravaca.

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