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Tribuna
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El insulto

El insulto es una cuestión de educación. Mi abuela, mis padres, estaban en contra. Cosas de la época. El fruto de tan persistente preceptiva no era, ni mucho menos, perfecto. Conseguir que una persona no insulte jamás es tarea imposible. El insulto es una forma verbal de agresión, y la agresividad, al parecer, no desaparece nunca.Insultar es zaherir a una persona con la palabra. Como sustitutivos de la agresión con armas o con las manos, es un estadio de espiritualización de la conducta agresiva. El logos violento resulta más civil que la praxis violenta. El insulto es, en numerosas ocasiones, el medio de compensación psicológica que utiliza el débil. El que no tiene fuerza, o argumentos para imponer su punto de vista, insulta. Es una vía de escape del resentimiento, o del acorralamiento argumental, o del espíritu de venganza. También es, a veces, expresión de soberbia despreciativa. O un medio de vida. Hay gente que vive de a amenaza de insultar.

Por regla general, es una forma de sustituir la dialéctica por la descalificación, eI menoscabo de la imagen de una persona. Por ello, es arma muy usada entre políticos, que tiene que competir entre ellos. Y es recurso frecuente de periodistas, y también de reivindicadores de todo tipo, especialmente agrupados en manada. Para conseguir una finalidad, preferentemente económica, insúltese a la cabeza responsable.

El insulto se consideraba mal. Hasta el punto de que, en ciertos casos, la sociedad hacía de él una conducta delictiva, que reprimía con la correspondiente pena; ésta podía ser de cierta gravedad cuando se trataba de un delito de calumnia, pero también la injuria tenía sus penas; y existe una vía civil, cuando el insulto, no siendo delito, afecta, sin embargo, al honor del insultado.Pero en la mayoría de los casos no tiene represión jurídica. Su ejercicio es una cuestión de educación, de ocasión y de oportunidad.

El insulto es, en general, eficaz. A. la gente le molesta, debilita las defensas psicológicas del insultado, y, desde luego, frecuentemente, su imagen pública, que vale, en más o menos medida, autoestima, tranquilidad y dinero. Es una práctica en expansión. Era una de las formas de ataque duramente reprimidas en el régimen anterior (salvo que se tratara de insultos a los enemigos políticos del propio régimen). Mucha gente ha creído (y predica) que entre los derechos que se tienen en democracia está el derecho a insultar. Y tiene su amparo jurídico en la Constitución nada menos, el sacrosanto principio de la libertad de expresión, concebido, sobre todo, como derecho profesional de quienes viven de expresarse en público. También está especialmente protegido cuando el insulto se profiere en manifestaciones, sentadas y otras formas de griterío de rebaño.

El hecho es que, sin haberse cambiado mucho las leyes, los jueces y tribunales han restringido el ámbito de protección efectiva a los insultados, entre los que se encuentran con frecuencia, hay que reconocerlo, los propios jueces y tribunales. Lo que uno aprecia, sin ningún rigor estadístico, es el predominio público del insulto, a través de todos los medios escritos, orales, o de imagen, incluido el ostentoso corte de mangas. De insultos soeces, vulgares, obvios, sin el menor intento de redención por la vía del ingenio o de la estética.

Por eso me refería a las leyes en pretérito. ¿Y por qué parece que no se aplican? Porque la sociedad, o sea, los sujetos que la componen, no las creen importantes o convenientes. Algo así como lo del servicio militar, llamado pomposamente obligatorio. Se ha debilitado la interdicción social del insulto que era expresión del respeto (y perdón por utilizar tan anacrónica expresión) a los demás, a todos los demás.

Por eso no propongo una cruzada para arrinconar socialmente el insulto. Pero sí me permito sugerir algunas conductas que palien el daño que sufren los insultados: el reciclaje, de manera que la gente se haga menos puntillosa y más tolerante con lo soez (y, de paso, lamente y reniegue de la educación recibida); aprender a insultar, y ejercitarse con ahínco; pagar a gente que insulte por uno, los hay excelentes en la función; comprar medios de difusión donde se pueda influir en la dirección activa y pasiva de los insultos; irse al yermo, si es que hay yermo, o a alguna suerte de exilio interior o exterior de lenguaje ininteligible; también se puede acelerar el tránsito a la otra vida; pero esto tiene sus riesgos: ¿y si a la otra vida también ha llegado la costumbre del insulto impune?, si las legiones angélicas se ponen a insultar, deber ser muy desagradable.

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