El secreto
El Estado lo constituyen unos edificios de mármol, unas vestiduras sagradas, unas palabras solemnes, unas ceremonias protocolarias, unos crímenes abstractos. Estos cinco elementos, que son esencialmente huecos, están ocupados por personas concretas, con sus pasiones vulgares. Debajo de sus uniformes, estas personas van desnudas y habitan los edificios de mármol sin abandonar sus traumas particulares. Todas pronuncian las palabras solemnes con convicción para que las instituciones del Estado permanezcan incólumes como una ilusión del espíritu. La columna fundamental del Estado se apoya en el cieno, sobre la caja de Pandora, herméticamente cerrada, donde se guarda el gran secreto anudado con varias serpientes. Cuando éstas son liberadas y la caja se abre a causa de una traición o un sacrilegio, la maldición de la diosa se cumple de modo inexorable: la ilusión del Estado se disipa y todos los símbolos pierden su poder. Entonces, los servidores del Estado, de pronto, aparecen desnudos bajo los uniformes, los crímenes abstractos que la ley había enmascarado adquieren el nombre de un asesino determinado y todo el mundo descubre detrás de las palabras sagradas el rostro de un pequeño bribón, de un delincuente común. Pero la maldición de la diosa Pandora sigue hasta el final. Los jueces que tienen que condenar a estos servidores del Estado, desenmascarados también, aparecen desnudos bajo las togas con todas sus miserias a la intemperie. Esos jueces que ahora llaman a ministros, banqueros y sindicalistas a declarar como inculpados tal vez dudaron a la hora de matricularse en Derecho. Terminaron la carrera sin convicción alguna. Hicieron oposiciones a judicatura sólo para subsistir. El azar ha deparado a esos jueces el honor sagrado de volver a encerrar en la caja de Pandora el gran secreto: un bloque de hormigón que contiene el cadáver del traidor, o del sacrílego, o del fugitivo que desató las serpientes, para que sobre él se recomponga de nuevo la ilusión espiritual del Estado.
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