Ciudad gratinada
Hace calor en las trincheras de Madrid, hierven en las barricadas sudorosos zapadores con cascos de plástico y la población civil atraviesa tambaleante, a paso de zombi, las frágiles pasarelas tendidas en las aceras y sobre las calzadas. Aún no hace mucho tiempo, en los- barrios populares de Madrid, familias enteras abandonaban en las noches de bochorno sus buhardillas madrigueras con los colchones a hombros para pernoctar al aire libre. Dormían descuidados en plazas y plazuelas los infantes y sus madres, vigilados de reojo por los cabezas de familia que jugaban en camiseta a las cartas en las mesas de los quioscos cercanos. Furtivos adolescentes de uno y otro sexo se escabullían de tan relajada guardia para buscarse y amarse torpemente en los rincones oscuros.Vergonzoso y subdesarrollado espectáculo impropio de un país europeo, señalaban abanicándose en los balcones los inquilinos de los pisos principales, más frescos y aireados. -"¡Qué van a pensar los turistas!", argüía la vecina del segundo reposando sobre la barandilla su voluminoso busto que desbordaba el escote de su bata estampada. Escándalo farisaico, todo el mundo sabía que a los pocos forasteros que caían por Madrid en plena canícula no se les había perdido nada por estos barrios en la madrugada.
Hoy nadie saca el colchón a las terrazas, aunque son muchos los que acampan bajo sus toldos a pasar la noche, refrescándose la garganta con bebidas heladas ofrecidas por jóvenes camareras y camareros bronceados y en camiseta. Los turistas, al menos los que gozan de aire acondicionado en sus hoteles, a la hora de valorar los alegres hábitos de la nocturnidad madrileña no suelen tener en cuenta los imperiosos clamores del termómetro. Madrid -no es exageración de sus vecinos- tiene cada verano su día más caluroso del siglo, y bajo vetustos tejados de sus casas de vecindad se deshidratan solidariamente los sufridos ciudadanos sometidos a una sana dieta de gazpacho y horchata para recuperar líquidos.Pedro Botero y sus colegas veranean,en la urbe y atormentan en sus parrillas a miles de improvisados e inocentes sanlorenzos. Hasta los inmigrantes africanos y caribeños más curtidos al sol de sus respectivas latitudes originarias se derriten en las esquinas y la siesta se hace rito de indispensable cumplimiento, cuyo precepto sólo desafían los felices usuarios de automóviles climatizados. La inmovilidad más absoluta es una receta eficaz para combatir los rigores caniculáres, pero no conviene apalancarse delante del televisor. El aparato emite también radiaciones calóricas e imágenes cargadas de sadismo que impunemente exhiben playas paradisiacas, océanos de cubitos de hielo, conos de helado y latas que exudan glaciales fluidos. El calor de la televisión es un calor light y fotogénico que hace brillar los cuerpos rutilantes de poderosos atletas y esculturales modelos que parecen encantados de afrontar inmunes las más altas temperaturas y corretean sin riesgo de colapso alguno sobre las arenas ardientes o las baldosas de las piscinas para zambullirse en las aguas virtuales y fresquísimas de espurios oasis.
Madrid en verano, aunque sea sin familia y con dinero, no se parece en nada a Baden-Baden, como reza el dicho, sino a Dachau. Madrid es un microondas que cocina a fuego vivo a sus residentes, que sólo se consuelan observando en los partes meteorológicos los altísimos valores termométricos que se cuecen en los lugares de vacaciones favoritos de los que desertaron para pasar sus vacaciones en tórridas localidades costeras, hacinados y calcinados sin más alivio que la inmersión en el sopicaldo mediterráneo.
Y para colmo, como gota que desborda el vaso del sufrimiento calórico, abundan en los aligerados diarios del verano artículos como éste, en los que crueles cronistas a la sombra, o en la proximidad de aparatos de aire acondicionado, se entretienen en narrar con pelos y señales los terribles y devastadores efectos del azote que cae sobre las desnudas espaldas de sus semejantes, sin aportar soluciones ni recetas. Crónicas que parecen financiadas por empresas y marcas especializadas en climatización ambiental.
No siempre es así, el autor de estas impías líneas se ve obligado en este momento a interrumpir su fatigoso teclear en el ordenador, preocupado por que las gotas de sudor que derrama su frente sobre el teclado puedan afectar su sensible mecanismo cibernético que parece a punto de echar chispas.
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