La autopía arcaica
La creencia de que la sociedad en que vivimos experimentó alguna vez en el pasado reciente o remoto, un estado excepcional de estabilidad, justicia, valores compartidos, decorosos niveles de ingreso para todos y una rica vida espiritual generalizada es un poderoso mito contra el que se estrellan en vano las demostraciones históricas. Se trata de una ficción que ayuda a muchas gentes a vivir, pues, escudadas en la nostalgia de ese sueño pasadista, se sien ten mejor defendidas contra las frustraciones del presente y mantienen viva la ilusión del re torno de aquella época arcádica que, a la vez que detendría la irremisible decadencia que trae consigo el paso del tiempo, res tauraría la bonanza y felicidad perdidas.Es inevitable que esta utopía reaccionaria tenga más arraigo y apariencias de verosimilitud en países con una tradición antigua y gloriosa que en los de historia recientísima y que alrededor de ella, atizándola y actualizándola, hayan cuajado los movimientos políticos llamados conservadores. Sin embargo, se ría un error creer que la utopía arcaica está confinada en los predios de los partidos políticos que se proclaman como tales y reivindican la famosa trinidad de tradición, patria y familia. Lo cierto es que aquella fantasía legendaria -la de un pasa do ideal que no fuimos capaces de preservar y al que es preciso volver en busca de salvación alimenta obras artísticas, es pléndidas novelas y, también, ideologías, filosofías y partidos progresistas. Por ejemplo, en estos momentos, en el Reino Unido, quien mejor promueve y aprovecha la utopía arcaica no son los tories, sino los socialistas.
Si hubiera elecciones mañanas el Partido Laborista las ganaría con comodidad, poniendo fin de este modo a quince años de Gobierno conservador. Su programa ya no asusta a nadie -por el contrario, su mensaje es tranquilizador hasta el bostezo-, sus adversarios están divididos y huérfanos de ideas, y ha encontrado un nuevo líder que se ajusta como un guante a sus necesidades: Tony Blair. Es joven, apuesto, carismático, moderado y, en vez de predicar los riesgos e incertidumbres de un futuro de reformas, su mensaje consiste en un melancólico llamado a resucitar aquella sociedad solidaria, segura, respetuosa de la ley, de gentes trabajadoras e instituciones firmes que, por lo visto, las políticas de mercado de Margaret Thatcher degradaron moralmente y zambulleron en el caos de la desigualdad, el privilegio, el encono y el desempleo.
A Tony Blair le han surgido unos aliados inesperados en estos últimos días en el seno mismo del Partido Conservador, una quintacolumna que, como el parlamentario David Willetts, autor del panfleto Civic conservatism, descalifican las medidas liberales tomadas durante el Gobierno de la Thatcher y proponen un retorno a las viejas políticas de subsidios estatales e intervención gubernamental en la vida económica para paliar las 'injusticias sociales', o que, como el ensayista político y profesor de Oxford John Gray (en su libro recién publicado The undoing of conservatism) piden abiertamente a los electores tories que voten por los socialistas, pues el Labor Party les parece una opción más genuinamente conservadora para el Reino Unido que la del partido que "abandonó la historia y la tradición por el dogma y el fundamentalismo" del mercado.
La defección intelectual del parlamentario Willetts sólo pone en evidencia el miedo de un profesional de la política a la impopularidad y a perder su escaño; la del profesor Gray, en cambio, es una pérdida importante para los defensores de una filosofía liberal que él conocía en profundidad y que había contribuido a divulgar con verdadero talento (su libro sobre Hayek on liberty es acaso el mejor que se haya escrito sobre el gran pensador austriaco). Pero, en contra de lo que muchos creímos leyéndolo, el señor Gray no era un liberal, sólo un conservador, y es ideológica e intelectualmente coherente que ahora cierre filas con quienes, como él dice, mejor representan hoy, en el Reino Unido y en casi todo el mundo, la reacción conservadora: los socialistas.
Vale la pena analizar con cierto detalle los argumentos del profesor Gray porque ellos constituyen una versión en cierto modo ejemplar de esa utopía arcaica cuyos espejismos suelen reverdecer con ímpetu en tiempos de confusión y de extravío. Según él, las reformas liberales de los años ochenta -internacionalización de la economía, privatización de empresas públicas, estímulo a la empresa privada, a la competencia y a la iniciativa individual, desarrollo de la sociedad civil y reducción del Estado- fueron una importación estadounidense, irrita a la idiosincracia británica, y que aquí, al igual que en Estados Unidos, tuvieron como efecto la destrucción de "la estabilidad social".
Esta ideología "neoliberal" sacrificó, en el altar simplista de los intercambios de mercado y el egoísmo individualista de la búsqueda del beneficio económico, las "normas de justicia y decencia" íntimamente arraigadas en la cultura del pueblo británico; en vez de traer la prosperidad y la renovación económica, destruyó el espíritu comunitario y las tradiciones de cooperación y ayuda mutua y de respeto a las instituciones que eran el mejor patrimonio del Reino Unido. El resultado de todo ello ha sido la proliferación -el desempleo y el arrasamiento de las comunidades, el reino de la inseguridad y la caída en picada de los niveles de vida de esa clase media que era el gran centro gravitacional de la sociedad y, precisamente, la fuente primera del voto tory.
Pero, más grave aún que los grandes trastornos económicos resultantes de este "fundamentalismo liberal", es la crisis de identidad que ha traído consigo. El Reino Unido vive ahora en el sonambulismo de las sociedades a las que "el llamado a la búsqueda del beneficio económico egoísta" priva de "la legitimidad y la autoridad de las instituciones tutelares" (Monarquía, Parlamento e Iglesia). La salida de esta trampa sólo puede consistir en devolver la fortaleza, la seguridad y los viejos hábitos de limpieza y decencia a la vida comunitaria, pues una sociedad tiene que ser "algo más que una aglomeración de extraños".
¿Existió alguna vez esa compacta comunidad albiónica en la que a todos alcanzaban los beneficios de un trabajo seguro, de una justicia auténtica, de unas instituciones eficientes y sólidas y una moral compartida? Si yo le creo a Orwell, por ejemplo, la vida de los mineros del Norte que él describió en The road to Wigan Pier era, en los años treinta, tan inmunda e infernal como la de los trabajadores de cualquier país del Tercer Mundo de nuestros días. De modo que, incluso en los años coloniales, había en la propia Gran Bretaña vastos sectores sociales que estaban muy lejos de disfrutar de aquella "vida decente" a la que, según el profesor Gray, habría ultimado la ley de la jungla del thatcherismo.
Y las estadísticas son concluyentes sobre los niveles de vida de un obrero británico en 1979, el año en que los laboristas cedieron el poder a los conservadores: habían caído por debajo de los de un obrero alemán y francés y se acercaban a los de Italia. Más aún: la desaparición del viejo sistema de mercados cautivos de la época imperial reveló el carácter obsoleto de muchas industrias del Reino Unido y, por lo mismo, su falta de competitividad para operar en los nuevos mercados de un mundo cada vez más abierto al comercio.
La vida protegida del pueblo inglés de las décadas de la posguerra que aseguraron los Gobiernos socialistas y conserva
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dores se basaba en una irrealidad económica de la que eran inequívocos síntomas la inflación, el déficit fiscal, la caída de la libra esterlina, la pérdida de los salarios reales y el clima generalizado de. inseguridad y crispación social que, llevó al electorado a retirar su confianza a los socialistas en 1979. Las reformas que impulsó la señora Thatcher fueron un gigantesco esfuerzo para sacar al Reino Unido de la ilusión en la que vivía, de espaldas a su tiempo y con la mirada clavada en un pasado ya extinto, y para modernizar sus instituciones, sus ideas y sus industrias de modo que pudiera afrontar los desafíos de un mundo totalmente cambiado. Ese esfuerzo fue sólo par cialmente exitoso , por cierto, pues, como recuerda un editorial de The Sunday Telegraph refutando las tesis de John Gray, pese a todas las privatizaciones, el Estado todavía controla el 40% de la riqueza nacional. Pero gracias a aquél, y gracias, al satanizado mercado que introdu o los principios de eficiencia y de responsabilidad en amplios sectores de su sistema de creación de riqueza, pese a las crisis de adaptación a la modernidad que comparte con todos los países desarrollados, el Reino Unido figura todavía en el pelotón de países que están a la vanguardia de fa modernidad.
¿Hay mejor prueba de que es así que la prudencia conservadora del mensaje del probable futuro primer ministro laborista Tony Blair? ¿Por qué no anuncia éste que renacionalizará todas las industrias privatizadas por la señora Thatcher? ¿Por qué no dice que devolverá a los municipios, para que vuelvan a alquilarlas, las casas que fueron vendidas a los inquilinos? ¿Por qué asegura, de manera enfática, que su Gobierno seguirá permitiendo a los padres de familia elegir el colegio a que quieren enviar a sus hijos? ¿Por qué no promete que devolverá a los sindicatos el control dictatorial que antes tenían sobre los trabajadores de las empresas y que perdieron con las reformas? Por una razón muy sencilla: porque todos esos cambios fueron provechosos y porque el pueblo británico quiere conservarlos. Y porque el señor Tony Blair es, le guste o no le guste -lo probable es que le disguste muchísimo-, al igual que su partido, alguien profundamente cambiado y modelado por lo ocurrido en esos años ochenta, en los que la nueva cultura política que aclimató la señora Thatcher, además de cambiar la economía, reformó buen número de instituciones, entre ellas el Partido Laborista, obligándolo a modernizarse, a salir de la ficción ideológica, a aceptar el pragmatismo y a centrarse hasta pasar del radicalismo de un Kinnock a ese socialismo sin uñas ni dientes que Tony Blair llama "socialismo ético" y que aplauden con tanto entusiasmo los conservadores como John Gray.
A quienes la señora Thatcher no pudo reformar, haciendo de ellos liberales, fue a sus correligionarios del Partido Conservador. Y ahora tendrán que pagarlo.
Copyright Mario Vargas Llosa, 1994. Copyrigh Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1994.
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