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Los desafíos de la Unión Europea

Hoy se inaugura la presidencia alemana de la Unión Europea, a la que sucederá en el primer semestre de 1995 una presidencia francesa. La situación de la "pareja franco-alemana" y su capacidad para sacar la construcción europea del atolladero en el que se encuentra desde el fin de la guerra fría se encuentra en estos días entre interrogantes.Aunque la idea de que la dinámica europea descansa más que nunca en las buenas relaciones franco-alemanas sigue prevaleciendo, sobre todo en Francia, es necesario señalar que, desde la conclusión del Tratado de Maastricht, el motor tradicional de la construcción europea gira al ralentí. Las razones son múltiples: la absorción de las energías alemanas por las dificultades de la unificación y la ampliación hacia el Este a través de los cuatro países de la EFTA; las crisis monetarias y la preocupación alemana por el abandono del marco; la llegada al poder en Francia de una mayoría dividida en torno a la construcción europea -y, por tanto, de un Gobierno que practica una política de espera-; sin olvidar el contexto, especialmente desfavorable, que se deriva de la crisis económica y de un paro masivo y duradero, de la guerra de Bosnia, del auge generalizado del nacionalismo y de la existencia de un euroescepticismo entre la opinión pública.

En este clima resurgen los viejos recelos franceses respecto a Alemania, reforzados hoy por el análisis geopolítico. En efecto, es innegable que, a diferencia de Francia, la potencia económica dominante del continente dispone desde su unificación de la alternativa entre la baza de la profundización política de la Unión Europea y una opción nacional en una Europa reducida a una extensa zona de libre intercambio más o menos organizada. En consecuencia, los europeos más convencidos se preguntan por la voluntad real de los alemanes, sobre todo de las nuevas generaciones que no han conocido la guerra, de seguir por el camino trazado por Adenauer, Schmidt y Kohl, mientras que los más nacionalistas se preguntan si la construcción europea no se habrá convertido en la preparación "políticamente correcta" del regreso de la hegemonía alemana al Viejo Continente.

La primera observación que suscitan estos temores, por muy legítimos que sean, es que Francia haría bien en empezar por ver la viga en el ojo propio. Sin remontarnos al rechazo de la Comunidad Europea de Defensa (1954) ni a la "política de la silla vacía" (1965), se observará que fue el Gobierno francés -a pesar del compromiso europeo de François Mitterrand- el que negó a Maastricht el voto por mayoría cualificada en materia de política exterior y de seguridad común, así como el fortalecimiento de los poderes del Parlamento Europeo que quería Alemania; fue, de nuevo, -el pueblo francés el que sólo aprobó el Tratado sobre la Unión Europea por un punto de diferencia y el que acaba de elegir a políticos adversarios de la construcción europea para constituir más de una tercera parte de sus representantes en el Parlamento de Estrasburgo. Alemania, en cambio, ha confirmado su compromiso europeo votando mayoritariamente a favor de partidos de gobierno proeuropeos, sobre todo el del canciller Kohl, coarquitecto, junto con François Mitterrand, de la Europa de Maastricht.

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Una vez dicho esto, la situación actual de la construcción europea y los retos casi existenciales a los que se enfrentará en el transcurso de los próximos años justifican ampliamente los actuales interrogantes sobre el futuro de las relaciones franco-alemanas y su contribución al proyecto europeo.

Estos desafíos, interdependientes, sincrónicos y decisivos para la fisonomía futura de la empresa europea, son de tres clases: la ampliación hacia el este europeo, que quieren Alemania y el Reino Unido; la reforma institucional necesaria para preservar la eficacia y la representatividad de una Unión Europea que a largo plazo se verá ampliada a más de veinticinco Estados; la transición a la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria y la instauración de la moneda única.

En cuanto a la reforma institucional, que será objeto de la conferencia intergubernamental de 1996 prevista por el Tratado de Maastricht, las posturas nacionales son aún vacilantes, por lo complicado que es el asunto. Pero sin duda habrá divergencia de intereses entre Estados grandes y pequeños, ricos y pobres, adeptos a una versión más comercial o más política de la construcción europea.

Dado que para la revisión de los tratados se requiere la unanimidad de los Estados miembros, es de temer que un bloqueo del proceso de decisión y las presiones a favor de nuevas ampliaciones favorezcan la evolución actual de la construcción europea hacia la gran zona de libre intercambio deseada por los británicos y combatida, al menos oficialmente, por los franceses. Entonces podría resultar decisivo el arbitraje alemán entre una profundización de la integración política y monetaria de tipo federalista -mediante el refuerzo de las instituciones y la adopción de la moneda única por parte de un "núcleo duro" de Estados-, por una parte, y por la otra, la adhesión a una visión exclusivamente mercantil del espacio europeo, que anunciaría la muerte del proyecto comunitario inicial y provocaría sin duda una grave crisis política a ambas orillas del Rin.

Lamentablemente, es poco probable que las presidencias alemana y francesa produzcan avances espectaculares en todas estas cuestiones o restablezcan el liderazgo que tanto falta en la construcción europea desde 1991, debido a las importantes citas electorales que se avecinan en ambos países y a la precaución de los demás Estados con respecto a toda apariencia de condominio franco-alemán. Por lo menos, los diplomáticos de los dos países han empezado a coordinar estrechamente sus esfuerzos con vistas a conferir un máximo de continuidad a la política de la Unión Europea en el transcurso de los 12 próximos meses.

A más largo plazo, Alemania parece ser hoy el país más proclive a reactivar la dinámica europea. Francia, debilitada económica y políticamente, igual que Italia y España, se ha marginado además en el Parlamento Europeo, va a perder la presidencia de la Comisión y se encontrará absorbida por una campaña presidencial en la que Europa será más que nunca víctima de las actitudes de espera y de la demagogia. Alemania, en cambio, donde la reorientación de Helmut Kohl parece ir por buen camino, sale de la recesión y parece disfrutar de una salud política bastante mejor para influir positivamente en la construcción europea, siempre que quiera fijarse ese objetivo.

La primera prioridad sería iniciar la preparación de la conferencia intergubernamental de 1996, lanzando una reflexión independiente sobre las cuestiones institucionales, políticas y "arquitectónicas" que se le plantean a la nueva Europa. Los resultados de esta reflexión serían objeto de un debate público en toda Europa, a partir del cual se iniciaría por fin la negociación diplomática. Si consiguen llevar a buen término este proyecto, Alemania, Francia y después España, que presidirá la Unión Europea en el transcurso del segundo semestre de 1995, habrán permanecido fieles a su herencia europea.

Laurent Cohen-Tanugi es abogado internacional y autor de L'Europe en danger (Fayard, 1992).

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