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La interlocución de la alternancia

El castellano de nuestros políticos, raramente modélico, es a veces imaginativo. Gracias a ellos vuelven al uso común términos olvidados, como los que utilizo en el título. El primero de ellos lo he escuchado repetidamente en los últimos tiempos de labios socialistas; el segundo es casi un eslogan del Partido Popular. Los socialistas (o algunos de sus dirigentes al menos, porque supongo que también en esto habrá sus divisiones) atribuyen su reciente descalabro a un fallo de su interlocución con la sociedad. Los populares (unidos fuertemente, como es propio de los partidos que se sienten cerca del poder) encomian la alternancia y reclaman con urgencia su práctica. Quizás hubiera modos más llanos de decir lo que unos y otros quieren decir, pero no soy yo quién para dar en eso lecciones. Sí quisiera poner de relieve algunas de las implicaciones políticas y constitucionales de las ideas expresadas con la ayuda de esos términos cultos e infrecuentes.Interlocución vale, según el diccionario de la Academia, tanto como diálogo, de manera que el fallo cuyas consecuencias se han plasmado el 12 de junio es el producido en el diálogo entre el PSOE y la sociedad. En rigor, ese fallo podría deberse tanto a la torpeza del PSOE para explicarse como a la limitación de entendederas de la sociedad, pero como el cliente siempre tiene razón y la oferta electoral ha de ajustarse a las reglas del mercado, a ningún dirigente socialista se le ocurriría decir en público que el fallo está en la sociedad; la denuncia del fallo ha de entenderse como ejercicio de autocrítica.

A mi juicio, el diagnóstico es erróneo y quienes lo hacen infravaloran su capacidad de vendedores, pero es igual. Lo que me importa subrayar, y en ello está la primera enseñanza que de este modo de discurrir quisiera extraer, es que tras él se encuentra una imagen de la relación entre partido y sociedad en la que el Parlamento no cuenta para nada.

Se me dirá, claro está, que no es en el Parlamento en donde el partido ha de solicitar el voto de los electores o recibir sus deseos para acomodar a ellos su oferta política, pero entonces no habría que hablar de diálogo, sino de propaganda.La interlocución exige interlocutores, y los interlocutores naturales y necesarios de cada partido son los demás partidos, y el Parlamento, el lugar propio de ese diálogo. Lamentar la incapacidad de interlocución al mismo tiempo que se cierra la posibilidad de dialogar en las Cortes sobre los acuerdos a los que han llegado el señor González y el señor Pujol, "porque sus resultados ya se verán en el Boletín Oficial del Estado " (eso se ha dicho; no es una imagen), sólo tiene sentido a partir de una concepción de la democracia que no tiene mucho que ver con el sistema de gobierno que instauró (o pretendió instaurar) la Constitución. No digo en modo alguno que no sean demócratas quienes así piensan; entusiastas o ni siquiera partidarios del sistema parlamentario, ciertamente no, salvo si son absolutamente incoherentes, lo que sería aún peor.Tampoco el entusiasmo por la alternancia brota naturalmente de las reglas de juego propias del sistema parlamentario. Al menos no en todas sus variantes, porque tiene varias, si consideramos partícipes también de este entusiasmo a los distinguidos colegas que solos o por parejas recomiendan la pronta convocatoria de elecciones para que el PSOE salve lo salvable y recupere sus fuerzas en la oposición. Esta tesis plantea otros muchos problemas, de los que sus autores son seguramente conscientes, pero en principio no aquellos a los que ahora querría referirme. Tampoco, en rigor, la forma más coyuntural de quienes, en el Partido Popular e incluso fuera de él, consideran que la alternancia es buena por ser alternancia; que es bueno que los populares tomen el poder, no porque su escasamente conocido programa sea mejor que el de los socialistas y quizás ni siquiera ellos mismos sean mejores que éstos, sino simplemente por ser otros. Esta aceptación resignada de la democracia schumpeteriana quizás no sea exaltante ni quizás conveniente en un país como el nuestro, que carece de proyecto nacional, pero no de proyectos nacionalistas; incompatible con el parlamentarismo no es.

La postura que sí me parece inconciliable con él es la que, llevada por el entusiasmo de la alternancia, propugna una reforma constitucional para limitar a sólo dos legislaturas el tiempo durante el que una misma persona puede ocupar la presidencia del Gobierno. La propuesta no tiene seguramente la menor posibilidad de éxito, pues, como se sabe, las fuerzas dominantes en el País Vasco y en Cataluña no parecen sentirse inclinadas a alternar, pero sí muchas implicaciones teóricas. La limitación de la reelección tiene sentido, en efecto, en los sistemas presidenciales, como medio para refrenar las tendencias cesaristas que favorece la interlocución directa del jefe del Estado con el pueblo. En los parlamentarios, en los que no es el pueblo, sino el Parlamento, el que elige al presidente del Gobierno y puede derrocarlo cuando desee, esa limitación no tiene sentido y es de muy difícil instrumentación. Alguna lógica sí tiene, sin embargo, si se piensa que, diga lo que diga la Constitución, no es el Parlamento, sino el jefe del Gobierno, el verdadero representante del pueblo. Acaso sea así, pero en ese caso, para mantener la coherencia, habría que propugnar también la elección directa del presidente del Gobierno. Eso no significa necesariamente pasar al presidencialismo, pero sí salir del parlamentarismo; al menos tal como hasta ahora lo entendíamos.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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