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Conversación en la catedral

Si es verdad lo que cuentan, Felipe González desafió el lunes a los miembros de la Ejecutiva socialista a que cuestionaran Su liderazgo. Nadie lo hizo, como era de esperar, pero esa imposibilidad de plantear o siquiera imaginar su relevo es el símbolo de un cierto fracaso del secretario general.Sin González, el PSOE no habría ganado las elecciones de 1993, planteadas casi como un plebiscito sobre su figura; pero ello impide recurrir ahora al expediente de su relevo por otro socialista en la presidencia del Gobierno: el sustituto, sin el aval de una victoria electoral y sin autoridad sobre las diversas corrientes del PSOE, sería incapaz de garantizar, frente a los embates de, la oposición, la estabilidad política buscada. Una remodelación ministerial, como pidieron algunas voces en la Ejecutiva del lunes, buscando un Gobierno "con más peso político", y colocando en la vicepresidencia a un eventual futuro candidato, tiene el riesgo de quemar a éste en unos meses. En fin, una convocatoria electoral inmediata podría en teoría asegurar al PSOE un suelo electoral desde el que intentar recuperar la mayoría, pero ¿quién sería el candidato? No habría tiempo para dar a conocer uno nuevo, y si vuelve a ser González se estaría prolongando la situación de bloqueo, pero ahora sin siquiera garantías de éxito.

El de Felipe González se ha asentado en su buena estrella: en su fama de invencible, adquirida en el referéndum dé la OTAN y revalidada en 1993. Pero el talón de Aquiles de los líderes imbatibles es que basta la menor derrota para que todo su pasado quede borrado. Ése es un factor que puede frustrar el propósito socialista de recuperar a los antiguos votantes pasados a la abstención: demostrado que Felipe no es infalible, muchos abstencionistas pueden dar ahora el paso al otro lado de la alambrada de la que habla Damborenea.

(¿Cuándo se formó ese nudo que hace que cada remedio plantee más inconvenientes que ventajas? Zavala, un personaje ideado por Vargas Llosa, se pasaba media novela preguntándose cuál fue el error primero: aquel que hizo apagarse su buena estrella y desencadenar todas sus desgracias).

Además, la larga permanencia de González es un factor que seguramente dificultará la captación del electorado joven. Quienes votaron por primera vez en 1982 tienen ahora más de 30 años: de los 18 a los 30 media un largo recorrido, como sus padres no habrán olvidado, y Felipe González ha estado siempre ahí: en la televisión. La causa de la derrota del 124 no ha sido sólo la crisis (que va remontándose), ni sólo la corrupción (a la que, aunque sea tarde, comienza a hacérsele frente: al menos, Belloch), sino la combinación de esas dos cosas con la falta de renovación del personal político.

Felipe González tuvo esa intuición hace años, antes de las elecciones de 1989. Pero no supo resistirse a las presiones y acabó cayendo en lo que el indiscreto psiquiatra de los diputados italianos ha llamado síndrome de indispensabilidad. Ese trastorno puede interpretarse como una reacción defensiva frente a la descalificación cruel y persistente de los periodistas y demás savonarolas. Quienes lo padecen se caracterizan por ponerse nerviosos ante las críticas de su entorno: tienden a sustituir a los asesores críticos por confidentes que les confirmen su indispensabilidad. Cuando tal cosa ocurre se pone en marcha un diabólico mecanismo: la seguridad en el empleo de esos asesores depende de que nada perturbe la estabilidad del líder, al que en adelante ocultarán cuanto no refuerce su sensación de invencibilidad e insustituibilidad. Ello desarrolla en él un sexto sentido para detectar a los colaboradores con ambiciones de sustituirle, con el efecto de promocionar a sucesores imposibles.

Según un estudio realizado en 1981 por Jesús San Miguel, la personalidad de González se caracterizaba entonces más por la pulsión competitiva que por la voracidad de afecto o aprobación. Muchos piensan que la fecha clave del giro fue el 1 de febrero de 1990: Dos por el precio de uno. Pero es probable que fuera anterior: aquella en que hizo más caso a quienes le proporcionaban patrióticos argumentos para seguir que a quienes le aconsejaban irse para poder volver. ("Ahí te jodiste, Zavalita").

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