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Desilusiones a granel

La primera etapa alpina deja las cosas igual tras seis horas y media de falta de iniciativa

Carlos Arribas

Berzin no se quedó solo. Pantani lo intentó y vio que no iba a ninguna parte. Induráin no encontró terreno. A la etapa le sobraron 80 kilómetros por lo menos. Se practicó el liberalismo, el laissez faire, laissez passer [dejar hacer, dejar pasar]. Nadie se inmutó. Berzin tiene en el bolsillo el Giro. "Nosotros, tranquilísimos", resumió Bombini, el director del ruso. "Todo fue a nuestro favor".Berzin no picó en el anzuelo. A su lado, marcándole el ritmo en los interminables ascensos del Agnello (2.748 metros) y del Izoard (2.361 metros), su capitán y cerebro, Moreno Argentin. El joven ruso no perdió los nervios, no cayó en la tentación de convertir la carrera en una montaña rusa. Pantani había hecho de pescador. Madrugador. Ya en las rampas del Agnello, a más de 130 kilómetros de la meta, el liviano escalador dijo adiós al grupo. "Debíamos intentar aislar a Berzin", explicaban en su equipo. La acción no era una locura.

"Pantani nunca sale a lo loco como Chiappucci", dice Echávarri. Pero Pantani no encontró lo que buscaba. En un grupo que se había escapado antes -Abduyapárov entre ellos- sólo encontró que le siguieran a dos lapas: los colombianos Buenahora y Mejía. Mal asunto: ni le relevaban subiendo el Izoard ni le ayudaban en el llano, en todos esos kilómetros que le sobraron a la etapa. Mejía, incluso, se quedó. Y dio la oportunidad a que Pantani le pidiera colaboración a Buenahora a cambio de la etapa. Pero ni por esas.

El que se quedó aislado fue Pantani. El pescador, pescado. Prudentemente, en una zona de llano y fuerte viento, sin ningún puerto fuerte ya en el horizonte, Pantani levantó el pie del pedal y se dejó coger.

Por detrás viajaba Induráin. Siempre a rueda de Berzin. Esperando algún gesto, alguna señal. Pero Berzin no desfallecía. Y Argentin -150 kilómetros tirando él solo- tampoco. La marcha regular del capitán del Gewiss -similar a la que el buen Gorospe le marca a Induráin subiendo en el Tour-, sin tirones ni frenazos, como con un regulador de velocidad en la bicicleta, no permitía nada. No tenía sentido atacar, irse en busca de Pantani.

Berzin rebosaba salud. No se puso en evidencia en ningún momento. Y además, las fuerzas. Los últimos días no son los primeros, en los que tienes la bolsa llena y no te acongoja irla derrochando. En los que los ataques con ganas pueden ser largos y prolongados. Al final sólo valen los pequeños acelerones y rezar para que sean suficientes. Bajaron el Izoard, se pusieron todos a comer y se acabó la etapa.

"Ya no quedaba terreno", dice Induráin. "Los últimos puertos eran muy fáciles". Además, el tiempo. "Me quedé helado en Lautaret", explica el navarro. "Soplaba un viento frío de cara y ya no pude marchar bien". Y para no ser atacado al final, en las suaves rampas del Deux Alpes, atacó él. Aceleró lo que pudo para dar la impresión de que iba bien, para que con un ritmo lento los demás no le dejaran con tirones. Logró simplemente que Argentin tirara la toalla y entrar en sprint con sus compañeros de podio.

La prevista etapa reina se resolvió, así, en una sorda lucha táctica y de inteligencias. Tácticas liberales, de dejar libertad a la gente sabiendo que no pueden llegar muy lejos. Inteligencias supeditadas a los latidos del corazón, a la pesadez de las piernas, a la espera del desfallecimiento ajeno. El ciclismo retomó su sabor sutil. Aunque sepa a poco.

Berzin ha despejado las dudas. Como dicen los franceses, los grandes campeones ganan su primera gran vuelta a los 23 años. Y como dice el sentido común, no todos los que explotan con fuerza son capaces de mantenerse.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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