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Ciudad terminal

Madrid crece en las altura s y en las honduras, crece en el vacío multiplicando sus células ad náuseam como un tumor canceroso. Las larvas y gusanos mecánicos que perforan sus entrañas en todos los rincones susceptibles de ser excavados abren túneles y subterráneos de lesa inutilidad, condenados en una gran mayoría a convertirse, recién estrenados, en fantasmales y deshabitadas galerías. Mientras, en las alturas proliferan cubos y más cubos de aire encerrado en cristal y aluminio, que se reproducen espontáneamente y se agrupan en edificios y más edificios, parques y bloques y polígonos que cristalizan en forma de inmuebles de hipotéticas oficinas para empresas imaginarias, inmuebles en los que, muchas veces,, el único local alquilado es de la empresa constructora, que aspira a alquilar los restantes. Locales que nadie alquila, ni compra, ni siquiera okupa, pues la frialdad de sus habitáculos aleja incluso a los que no tienen techo bajo el que guarecerse.Si un día se llenaran de empresas y empleados todos los edificios de oficinas de Madrid y sus contornos" el desempleo se habría volatilizado, no sólo en esta comunidad autónoma, sino en el resto del Estado. Claro, que ese día, que por fortuna no figura en ningún calendario, sería también el día de la catástrofe, el día del colapso definitivo de la urbe, el asfalto se resquebrajaría bajo el peso de sus habitantes y sus monturas, que se desplomarían sobre los aparcamientos vacíos con estrépito. Porque, eso sí, los estacionamientos de pago seguirían estando vacíos o semivacíos, como lo estarán siempre mientras quede un solo hueco libre en la superficie, un mínimo espacio sin tasas de aparcamiento, en segunda o tercera fila, sobre la acera o el parterre, sin más riesgo que el de una simbólica octavilla con pretensiones de multa bajo el limpiaparabrisas. Antes de la Gran Caída vivirán los infractores en la más absoluta impunidad, pues las depredadoras grúas municipales no encontrarán espacio para maniobrar.

A no ser que se invente el aparcamiento trampa, que fagocite a los vehículos que pretendan estacionar clandestinamente en sus alrededores, o que se legalicen drásticos métodos disuasorios contra los insumisos, no se llenarán los flamantes subterráneos que están diseñando en el subsuelo madrileño, una imagen invertida de la ciudad de superficie, con sus torres orientadas hacia el Centro de la Tierra. La ciudad crece en direcciones divergentes, hacia el cielo y hacia el infierno. Simetría perversa como perverso es el de rroche inmobiliario, este desierto edificado, esta ciudad superflua que, muchas veces, refleja en los acristalados paneles de sus murallas las precarias viviendas, chamizos y aduares de los forzosos nómadas, hacinados y desvalidos en su perpetuo realojamiento, a la sombra de construcciones tan soberbias como huecas.

Sin estrenar aún, vírgenes lujosas e impacientes por dejar de serlo, estas torres tapan sus vergüenzas con pancartas y carteles que pregonan sus virtudes, se autoproclaman edificios inteligentes, se ponen en oferta y exhiben impúdicamente, con gigantescos dígitos, sus números de contacto telefónico. Quizás dentro de poco necesiten llamar a la compasión de los posibles compradores o arrendatarios perfeccionando sus mensajes, en el estilo de los carteles mendicantes: Edificio Vacío, propiedad de empresa al borde de la quiebra, necesita con urgencia inquilinos para no dejar en la calle a quinientos trabajadores y en la cárcel a sus responsa bles, que son padres de familia. No moverán a la piedad a nadie, pues casi todos saben que estos altivos alcázares y estos laberintos subterráneos no se edificaron para satisfacer más necesidad que la del lucro de los edificadores y sus cómplices, comisionistas, consejeros, asesores, financieros y financiadores, intermediarios y correveidiles que medraron en un momento de falsa y embriagadora euforia especulativa.

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