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La fuerza tranquila

La campaña electoral de un político al que sigue una caravana con periodistas es la prueba del algodón para conocer el carisma del candidato. El juego consiste en que dos docenas de periodistas examinen diariamente durante dos semanas el mismo discurso, con pequeñas variantes, en diferentes ambientes. El candidato que pueda salir sin mácula de esa prueba, o es un actor con los recursos de un divo o tiene una personalidad digna de un predicador del suroeste norteamericano. José María Aznar, el candidato esencial de esta campaña, no encaja en ninguno de esos dos biotipos. Abel Matutes, el candidato circunstancial, se adapta mejor al perfil del profesional itinerante -se llegó a comparar él mismo con un hippy en un momento de entusiasmo durante una conferencia de prensa-, pero tampoco es un hombre que seduzca a las masas. Intervenciones como la de Ricardo García Damborenea el jueves en Zaragoza hacen, si cabe, más odiosa la comparación. Los hombres con recursos escénicos, con sentido del espacio, que saben modular el registro de la voz y la intensidad del sentimiento son los amos de la pista en estas giras políticas que tanto recuerdan a las de las compañías de repertorio de los veranos antiguos. A estas fiestas políticas que son los mítines, los artistas invitados como Valery Giscard d'Estaing les dan un toque cosmopolita, aunque en Málaga se empeñase en hacer un discurso en un francoespañol surrealista que fue justamente correspondido con una frase de Javier Arenas en un horroroso hispanofrancés.En ese juego del carisma, Aznar sabe que él no es un orador de masas, ni un doctrinario, pero intenta hacer virtud de esas aparentes limitaciones. Sus discursos se hacen cada vez más moderados, agresivamente contenidos, consciente de que los escenarios del todo o nada no van con su personalidad ni con su proyecto. El catastrofismo de hace unos años está dejando paso a un discurso que favorezca una transición responsable. Sin grandes promesas, con una línea argumental tan elemental y eficaz como la empleada por Felipe González, a Aznar no le da ningún pudor incorporar a sus discursos consignas felipistas tan usadas como "el cambio" o "que España funcione". Sumar y no restar, agregar todos los votos posibles de esa inmensa bolsa electoral que es el centro político español, es su obsesión. Sabe que ahí está la clave del arco de su proyecto político. Es un estilo de baja intensidad, de una tenacidad discreta, opaca, que busca ante todo la eficacia.

El presidente del PP muestra una tensión vigilante, a ratos dura, de quien conoce el objetivo, valora el camino andado y sabe que hay que esperar el ciclo propicio en el lugar correcto. Y es que en este país, en los últimos 12 años, cada elección, sea municipal, autonómica, nacional o europea, ha tenido para la derecha un carácter de prueba de fuego. Aznar, como un jugador prudente y desconfiado, guarda sus cartas pegadas al pecho. No hay magnetismo ni carisma. Ni siquiera concesiones al populismo tan querido por la derecha y la izquierda. Pero Aznar tiene la suficiente experiencia para saber que si triunfa ya habrá quien le descubra como la fuerza tranquila de la derecha española. Y si fracasa, dirán que era muy soso.

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