Política y fútbol
Mientras Julio Aparicio ascendía hace una semana a los cielos muleteando un toro de Alcurrucén, las noticias radiofónicas sobre las primeras estaciones del cruel camino hacia el calvario milanés recorrido en Atenas por el Barça cruzaban como un relámpago la plaza de las Ventas para regocijo del respetable público. Dado que no se divisaban banderas italianas en los tendidos, gradas y andanadas, ¿cómo explicar ese estallido de malsana alegría por el pesar ajeno? Los turistas japoneses -cuyos yenes tanto contribuyen a sostener la fiesta nacional durante el mes de agosto- quizá creyeran que ese volcán de bajas pasiones era una reacción corporativa de los amantes de los toros, enfrentados con los seguidores del fútbol como los romanos con los cartagineses. Nada más incierto: no existe incompatibilidad legal, moral ni estética entre ambas aficiones.¿Habría que buscar, entonces, las claves de esa maligna satisfacción del coso madrileño por la catástrofe griega dentro las rivalidades futbolísticas nacionales? Es altamente improbable que la Monumental estuviese abarrotada de hinchas llorosos del Superdepor, cegados de morriña por haber perdido la Liga ante el Barça después de marrar un penalti en el último minuto y dispuestos a vengarse de los blaugranas por equipo interpuesto. Y ni siquiera es seguro que la mayoría de los risueños transmisores taurinos de las malas noticias futbolísticas fuesen desmoralizados socios del Real Madrid, cansados de escoltar como destronados y entristecidos segundones al nuevo primogénito de esas glorias deportivas cantadas en su himno.
No se puede descartar, por consiguiente, que la euforia isidril ante el naufragio del Barça fuese parcialmente deudora de la pesada resurrección de los estereotipos anticatalanes en la política española, tarea a la que está dedicando sus mejores esfuerzos la derecha mesetaria -tanto desde las tribunas del Parlamento como a través sus medios de comunicación- con el propósito de deslegitimar los apoyos de CiU al Gobierno socialista. Según prueba José Antich en un divertido capítulo (Al asalto del Camp Nou) de su reciente libro sobre el virrey Jordi Pujol, la correlación entre el Barca y el nacionalismo catalán no es, sin embargo, tan alta como los rivales futbolísticos del uno y los enemigos políticos del otro suponen. Es cierto que Convergència Democrática utilizó en 1974 los festejos del 75º aniversario del equipo blaugrana para eludir la represión policiaca del franquismo y celebrar en Montserrat su congreso fundacional. Pero también es verdad que Josep Lluís Núñez -un hombre de derechas apoyado por la izquierda- ha derrotado en dos ocasiones a los candidatos de Convergència: Ferrán Ariño en 1978 y Sixte Cambra en 1989.
El españolismo esencialista, de nuevo en la superficie de nuestra vida pública después de casi veinte años de navegación sumergida, es la causa principal de que las críticas argumentadas contra el nacionalismo pujolista estén perdiendo cualquier racionalidad y comiencen a transformarse en anticatalanismo visceral. Las imágenes del catalán pesetero, botiguer, egoísta, fenicio y mercachifle difundidas por la derecha tradicional son el primer paso hacia la configuración de un estereotipo destinado a ofender y humillar a los caricaturizados; la descalificación abstracta de una Cataluña imaginaria constituye la vía más directa para consolidar los abusos, las insuficiencias o los errores concretos cometidos por el Gobierno de una Generalitat real en el terreno de la educación y de la política lingüística. La ofensiva conservadora del presente sataniza los acuerdos entre los socialistas y CiU como una mera reproducción de aquella alianza rojo-separatista en la que se encarnaba la Anti-España del franquismo. No sería extraño que, ante esa resurrección de la vieja fantasmagoría castiza, algunos vecinos de Madrid sintiéramos la doble tentación de brindar con cava por las hazañas del Barça y de votar desde la. Cibeles las listas de CiU para las elecciones europeas.
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