El extraño viaje
Llevaba años, lo confieso, con ganas de meterme en uno de esos servicios públicos de aspecto supersónico repartidos por las esquinas de Madrid. Pero me detenía el miedo a quedarme encerrado y la vergüenza de toparme con algún conocido en el momento de entrar o de salir. El otro día, al pasar por la plaza de Colón, volví a ver una, de esas sugerentes cápsulas espaciales de las que había oído decir que se desinfectaban y desinsectaban solas cada vez que alguien las usaba. Me moría de las ganas de verla por dentro, y sólo costaba cinco duros, así que me detuve cerca de ella, como si esperara a alguien, y leí con disimulo las instrucciones. Lo que más me llamó la atención fue un aviso en el que se indicaba que los niños menores de 10 años debían entrar acompañados.¿Por qué?, me pregunté. ¿Es que corren algún peligro los niños ahí dentro? Me parece bien que se les obligue a ir junto a un adulto en el ascensor, que es una cosa móvil en cuyo interior pueden darse situaciones de emergencia. ¿Pero qué clase de peligros podrían surgir dentro de aquel espacio ovalado y estático? ¿0 es que no era estático? ¿Acaso una vez que entrabas allí y perdías todas las referencias exteriores se iniciaba alguna clase de extraño viaje que los niños no podían realizar sin la ayuda de una persona mayor?
Dios mío, me moría de ganas de entrar, pero pasaba mucha gente por la calle y no era difícil que algún conocido me estuviera observando desde lejos. De súbito se me acercó una niña mendiga para pedirme una limosna.
-¿Cuántos años tienes? -pregunté.
-Nueve -dijo.
Nueve años, o sea, que tenía que entrar acompañada de un adulto, y yo era un adulto. La coartada parecía perfecta.-¿Y no tienes ganas de hacer pis? -insistí.
-Bueno -contestó con resignación-. -¿Cuánto me, va a dar?
-¿Cómo que cuánto te voy a dar?
-Por hacer pis ahí dentro, delante de usted. Un señor me ha dado esta mañana 500 pesetas.
Me quedé horrorizado. No podía imaginar que alguien pudiera utilizar aquella norma para dar rienda suelta a sus vicios. En esto oí mi nombre, y al levantar la cabeza me encontré con un hermano de mi mujer que me odia porque le sorprendí un día entrando en un prostíbulo.
-¿Qué haces? -preguntó.
-Nada -tartamudeé lleno de rubor-; e -Sta niña, que quiere hacer pis, pero aquí pone -que -tiene que entrar acompañada.
-Ya -dijo, con gesto de censura-, y la vas a acompanar tú.
-Pues no sé, estaba dándole vueltas.
-¿Cuánto me va a dar? -insistió la niña.
El hermano de mi mujer torció la boca con expresión de asco y se fue. Saqué 20 duros del bolsillo y se los di a la niña, que, por cierto, era guapísima, para que se marchara.
-Por esto sólo me levanto la falda.
-No, hija, si es para que te vayas. Anda, vete, que estoy esperando a un amigo.
-Si le apetece otro día, yo estoy siempre por aquí a partir de las once.
Cuando desapareció, huí en dirección a Recoletos, porque yo había ido allí para ver a las mujeres Botero. El caso es que al pasar por delante de una cabina telefónica vi dentro al hermano de mi mujer y supe que le estaba contando la historia de la niña a su hermana. No he vuelto a casa desde entonces, pero lo peor es que la niña no se me va de la cabeza.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.