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Tribuna
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Sobre principios y astucias

Aunque la opinión está muy dividida, no es imposible que tengan razón quienes sostienen que para España, como para los demás países de la Europa comunitaria, ha pasado ya el tiempo de los Estados; que el nuestro, como los otros 11, es poco más que una entidad local, sin más funciones que las modestas propias de esa condición.Todavía no se ha realizado plenamente, sin embargo, el viejo sueño, antes marxista y ahora liberal, de sustituir el gobierno de los hombres por la administración de las cosas. Aún no podemos prescindir del todo, aunque sea sólo en relación con bienes muy locales y secundarios, de una organización del poder que monopolice el uso de la violencia legítima en nuestro territorio. Ni podemos olvidarnos, en consecuencia, de las viejas técnicas utilizadas para garantizar la legitimidad del poder.

Tampoco ha sido (¿aún?) sustituido por ningún otro el principio democrático de legitimidad. Los hombres de nuestro tiempo (incluso, creo, la mayoría de los españoles) siguen pensando que el Gobierno sólo es legítimo en la medida en la que quienes lo asumen sean designados por los ciudadanos y responsables ante ellos. Ésta es la idea a la que responde nuestra Constitución, que utiliza para realizarla la técnica propia de los regímenes parlamentarios.

En éstos (es cosa harto sabida, pero, como demuestran los hechos, también con frecuencia olvidada), los ciudadanos no eligen al Gobierno, sino al Parlamento. Es éste a su vez quien elige al Gobierno, que responde directamente ante él y que sólo puede ejercer sus funciones mientras cuente con la confianza de la representación popular. Periódicamente, en nuestro caso cada cuatro años, los representantes han de solicitar el voto de los ciudadanos, que, al concederlo o negarlo, juzgan indirectamente la labor de los gobernantes. El control directo, inmediato y continuo de éstos corresponde, por el contrario, a los representantes elegidos por el pueblo, quien ha de juzgarlos sobre todo por el modo en el que han desempeñado esta tarea. Para que todo el sistema funcione es necesario, por último, que la representación popular cuente con medios para conocer hasta el último detalle la actuación gubernamental, para otorgar su confianza al Gobierno, o para retirársela. Todo esto está previsto meticulosamente en nuestra Constitución siguiendo las pautas habituales en Europa.

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Esa estructura, que sería vergonzoso resumir para lectores adultos si no fuese indispensable recordarla a los políticos, no basta por sí sola, sin embargo, para asegurar la democracia; es condición necesaria, pero no suficiente. Para que la democracia exista realmente ha de estar presente también, en los representantes del pueblo y en los gobernantes, la voluntad de actuar de acuerdo con el espíritu del sistema; de poner en cuestión la confianza del Parlamento en el Gobierno cada vez que se produce una situación que altera los supuestos implícitos o explícitos en virtud de los cuales se concedió. Por ejemplo, cuando el prestigio de instituciones fundamentales para la vida del Estado se ve gravemente dañado por la conducta personal de quienes las dirigían.

El sistema parlamentario de gobierno nació cuando la responsabilidad política de los gobernantes se disoció de la responsabilidad penal. Perdóneseme que vuelva sobre cuestiones tan elementales, pero también en este punto tengo la sensación de que se ha olvidado casi todo. Mientras el Gobierno era el Gobierno del Rey y dependía sólo de su confianza, el Parlamento no tenía otro medio de derrocarlo que el de acusarlo y hacerlo juzgar por la comisión de un delito. Cuando el principio monárquico es sustituido por el democrático, el Parlamento no tiene necesidad de recurrir al impeachment (que por eso se conserva en los sistemas presidenciales). Le basta con juzgar que se ha producido un daño, o que las cosas van mal, para retirar su confianza al Gobierno. Por supuesto, sin que esto implique, en modo alguno, que ha habido culpa o negligencia en los gobernantes; simplemente, porque no lo hacen bien, o menos aún: por ser incapaces de impedir que otros lo hagan mal.

Y que daño ha habido es cosa que nadie niega; un daño muy grave que afecta profundamente al prestigio de dos instituciones centrales del Estado. Es posible que el Gobierno hubiera podido ser más diligente al escudriñar la personalidad de Roldán antes de encomendarle la delicada función que le confió; o más celoso al supervisar, después de nombrado, el modo en que la ejercía; o más meticuloso en el análisis de la trama de Ibercorp. Pero si esas deficiencias han existido o no es cosa que se verá después, y, hasta cierto punto, secundaria. Políticamente las cosas son, en primer lugar, lo que parecen, y la apariencia señala y sólo puede señalar al Gobierno. Quien dirige la política nacional es políticamente responsable de los reveses que sufre el Estado, del mismo modo que el general que dirige un ejército es responsable de sus derrotas. Es una responsabilidad objetiva, al margen de toda culpa o falta personal, de la que el responsable podrá ser exonerado si demuestra, ante quien ha de rendir cuentas, que las apariencias son engañosas; pero que en todo caso ha de ser asumida en la forma constitucionalmente prevista. Sólo así podrán los representantes del pueblo ejercer la función que éste les confió, y, en su momento, podrá el pueblo juzgarlos por el modo en que lo hicieron. En un sistema parlamentario, el modo institucionalmente previsto para que el Gobierno asuma ante el Parlamento la responsabilidad que le incumbe es el de solicitar que éste le renueve su confianza; pedírsela de nuevo, lo que significa, como es claro, admitir que hay razones para pensar que quizás ya no existe la que un día se le concedió. Cuando el Gobierno (es decir, su presidente; en todas partes, pero sobre todo en España, dada la estructura "cancilleresca" que al Gobierno da la Constitución) no hace frente a su responsabilidad y no presenta la cuestión de confianza, los miembros del Parlamento (entre nosotros, una décima parte de los diputados) pueden poner en cuestión la confianza proponiendo frente al Gobierno una moción de censura, cuya aprobación conlleva la pérdida de la confianza otorgada, y, en consecuencia, el cese del presidente del Gobierno, y, con él, del resto de los ministros.

Como es bien sabido, no se ha hecho ni lo uno ni lo otro. Ni Felipe González presentó la cuestión de confianza ni José María Aznar la moción de censura, aunque es difícil imaginar circunstancias que más imperiosamente exigieran lo uno, o, en su defecto, lo otro. Como no les falta talento, ni conocimientos, ni asesores, hay que pensar que han tenido razones para no hacerlo. Y ni siquiera es difícil imaginar cuáles pueden haber sido algunas de ellas. Desde el convencimiento de que el presidente del Gobierno no debe su puesto a los diputados de su partido, sino más bien éstos sus escaños a él, a la conveniencia de no someter a pruebas demasiado fuertes las coaliciones establecidas para mantener el Gobierno. De otro lado, el cálculo de que es mejor no precipitar las elecciones generales hasta que las cosas estén maduras; por ejemplo, hasta después de que las europeas hayan puesto al PSOE en la picota. También, sin duda, el hecho de que en la moción de censura constructiva (en 1978 veíamos más claras sus ventajas que sus inconvenientes) la discusión se desplaza, de la responsabilidad del Gobierno censurado, al programa de quien aspira a sustituirlo; un inconveniente grave, sin duda, pero con el que en circunstancias graves se ha de pechar, aunque el. programa se limite a ofrecer la convocatoria de nuevas elecciones en un plazo breve. Del lado del presidente del Gobierno, también la seguridad de que por esas razones la moción de censura no se presentaría, Y así seguramente muchas otras; todas sólidas y serias. Hasta plausibles si no fueran odas absolutamente inadmisibles por estar basadas en la astucia, no en los principios.

Se suele dar como verdad recibida que el gran vicio nacional es la envidia. No lo sé; la lacra que me parece más evidente es la sobrevaloración de la astucia. Hasta es posible que lo que más frecuentemente se envidia en los demás sean los éxitos logrados gracias a la astucia. España está llena de astutos, de vivos, que además se creen listos, como si la astucia no fuera algo al alcance de cualquier necio carente de escrúpulos. Esta astucia omnipresente, quizá el mayor obstáculo cultural para que nuestra sociedad se incorpore del todo al mundo desarrollado, produce en todas partes perturbaciones. Cuando éstas se reducen, por ejemplo, al hecho de mantener inmovilizada la larga fila de vehículos conducidos por no astutos, que no progresa jamás porque es incontable el número de astutos que ganan tiempo prescindiendo de ella y saliendo de la autopista en el último momento, la astucia daña sólo a los ingenuos atrapados en la cola. Cuando quienes ceden a la tentación de la astucia son políticos encumbrados y la caída se produce en una ocasión como ésta, el perjuicio lo sufrimos todos y el daño es mucho más grave porque erosiona los principios y debilita el sistema de creencias y confianzas en el que descansa el Estado democrático, la convivencia en libertad.

La conmoción que nuestra sociedad ha experimentado no e supera con el cese o dimisión de algunos ministros; imposibles, por lo demás, cuando ya no lo son. El Congreso de los Diputados puede considerar que esta ofrenda o autoinmolación de víctimas propiciatorias es bastante para hacer renacer la confianza que hace poco menos de un año concedió. Cabe incluso que juzgue que las apariencias eran engañosas y que en realidad el Gobierno no ha tenido responsabilidad alguna en lo sucedido. O que el daño no ha sido tan grave. Y en cualquier caso, tanto si entiende que el Gobierno es responsable de perjuicios graves para la nación como si no, puede decidir mantenerlo en el poder porque considere que sería peor cambiarlo en estos momentos o por cualquier otra razón. La decisión y las razones que la apoyan gustarán a unos y disgustarán a otros, pero existirán, y de su existencia es de lo que ninguno podemos prescindir. La responsabilidad aparente del Gobierno exige que éste plantee la cuestión de confianza o la oposición la moción de censura. En definitiva, que se actúe de acuerdo con los principios básicos del sistema parlamentario, no por simple cálculo; acomodar la práctica a la teoría.

Se pensará, tal vez, que todo esto no son más que deliquios de un profesor que ignora las exigencias de la práctica; un idealismo de aula universitaria que debe ceder ante el realismo de quienes tienen la dura obligación de decidir. Sucede, sin embargo, que los principios también forman parte de la realidad, y que no es realismo, sino cinismo, actuar como si no existieran.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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