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La prensa cambia de sexo

Periodismo serio o amarillo, noticias o entretenimiento, cultura o barbarie. Desde hace años no se habla de otra cosa. Ahora se habla, además, en términos finales. ¿Se perderá para siempre la reflexión y se consumará el sensacionalismo? ¿Ha ganado por fin el poder del escándalo, la información liviana, la cultura del fast-food? La mayoría de los diarios importantes del mundo se plantean estas preguntas a veces entre números rojos. Los lectores de la prensa influyente y tradicional envejecen, se quedan cortos de vista, mueren. Mientras tanto, los jóvenes demuestran escaso interés -se dice- por el periódico muy escrito y, atendiendo a esa clientela, las empresas cambian sus plantillas, su planteamiento y hasta su planta.Nunca el periodismo sintió con tanta urgencia la necesidad de transformación. El resultado progresivamente manifiesto es que el periódico, aceptando que la cultura audiovisual es hegemónica, trata de imitar sus planteamientos. Tiende a ser vistoso como la televisión, procura ser breve como la ráfaga radiofónica, agresivo como un spot. En consecuencia, el producto vive menos buscando el desarrollo de su personalidad que tratando de remedar a otros emisores. Rebusca menos en sus códigos, en los que ya no cree o los cree rancios, mientras destina esfuerzos a maquillarse con los atributos ajenos. Puesto que el periódico, en principio, es silencioso, el editor trata de llamar la atención levantando el cuerpo de los titulares, alzando el ruido de la información, desplegando los colores. La canónica tesis de que el periódico podría convivir con los demás medios porque ofrecía, frente a la velocidad (y la veleidad) de la radio o la televisión, el pausado poder del análisis impacienta a los gerentes venidos de otros ramos. Puesto que la gente -se dice- está poco dotada para emplear tiempo en profundidades, la respuesta es la superficialidad; puesto que nadie está interesado en los fondos -a menos que sean sucios-, lo que conviene es el windsurfing. Pero, además, como casi todo el mundo vive con poco afecto es necesario conmoverlo.

En conjunto, la consecuencia más evidente es que la pareja emisor-receptor se va gastando. A base de ruidos y trucos, los profesionales de la prensa van adquiriendo día tras día una idea deprimente de su función, a la vez que un vago sentimiento de desprecio por el lector al que se dirigen.

Lo cierto, sin embargo, es que nunca existió un sujeto medio más apto para un periodismo escrito, no empecinado en repetir las fórmulas de otros tiempos ni en copiar automáticamente de los competidores audiovisuales. Lo que ha decaído en la sociedad no es tanto el interés por la escritura como por los temas y el tratamiento de lo impreso. El cambio en el público no procede de su envilecimiento, sino de su metamorfosis. El fiel comprador de periódicos tradicional no es ya el amigo del café y bicarbonato ni el intelectual de los años rojos. El periódico ha perdido estatuto heráldico y ha pasado a ser un simple instrumento del sector servicios. Esto no es, además, completamente nuevo. Lo nuevo es el cliente típico, ahora más exigente, en buena proporción mujer.

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En términos generales, nunca la buena función de un periódico pudo ser mejor degustada. Pero depende de la clase de jugosidad que se expenda. Nunca como ahora el paladar cultural de la población estuvo más instruido, el número de licenciados o similares fue más numeroso, la participación en los temas económicos, sociales o criminales de mayor alcance. La idea de que la cultura se deteriora por efecto de una clientela mostrenca o que el público perjudica a los medios es una forma felona de encubrir la incompetencia. La televisión, la radio o los periódicos son buenos o malos en razón de la mayor o menor capacidad de quienes los hacen y los pagan.

No sólo el público se encuentra hoy en mejores condiciones para apreciar lo que es bueno y lo que no lo es, ya sean pizzas, detergentes, editoriales, partidos de baloncesto o la máquina de la verdad. Está dotado también para observar con soma los grotescos intentos para captar su atención como si fueran palurdos. Si el público no compra más periódicos no es porque el público sea analfabeto, sino porque aparta la vista. Pero no es sólo una cuestión de edad; es principalmente, como en casi todas las historias, un asunto de sexo. Efectivamente, el desarrollo de otros medios tiene su papel en esta crisis, pero admitiendo la compatibilidad de las ofertas, la transformación más importante que se ha registrado en la clientela (sea de la radio, de la televisión y de la prensa) no es aquella que ha afectado a su genio, sino a sus genes. El giro decisivo es el que ha transmutado el sexo del lector tipo, pasando de ser casi enteramente varón a ser una mezcla crecientemente femenina. La emergencia activa de la mujer, su mayor independencia económica y sentimental, su progresiva relevancia en la toma de decisiones compone el más decisivo fenómeno social de fin de siglo. ¿Cómo podría no ser determinante en el periodismo?, ¿qué clase de producto epiceno sería éste? De hecho, no sólo se trata de que las redacciones estén compuestas hoy por numerosas mujeres frente a su raquítica presencia anterior. Más decisivo que las mujeres llenen la redacción es el cambio en tomo a los quioscos.

Las mujeres valoran los contenidos y eligen cada vez más ellas mismas el periódico y la revista que llega a casa. Ellas son en creciente proporción las cabezas de familias monoparentales y las que rigen con más alto porcentaje los presupuestos de hogares de una sola persona. Son profesionales de la ciencia, dirigen negociados y compañías, son profesoras, médicas, juezas, funcionarias, deportistas, policías. Proyectan su condición de mujer con predominante influencia sobre el consumo material y cultural de la familia. Poseen un peso decisivo en las votaciones políticas y tiñen la sociedad con sus elecciones continuas. Desde las formas del diseño hasta el éxito de una determinada literatura o una clase de cine depende de ellas. La tendencia de la que se ha acusado recientemente a The New York Times y a otros diarios emblemáticos de girar sus contenidos serios hacia cuestiones de estilo, gentes, modas, hogar, decoración, entertainment y relatos sensacionalistas no son meras concesiones comerciales, sino actualizaciones de marca femenina. Con ellas no se trata sólo de que el periodismo se aligere para hacerlo más vecino y dirigible -que también-, sino de defender su función comunicativa. Un buen diario debe controlar la calidad del género que ofrece, pero vigilar también el género que lo compra. Para las mujeres hay asuntos (la cotidianidad sobre la generalidad, la microeconomía sobre la macroeconomía, lo personalizado sobre lo institucional, la moda, la medicina, "el cotilleo") que interesan más. No interesan exclusivamente a la mujer, pero siendo típicamente femeninos y siendo poderosa la feminidad inundan la sociedad entera.

Desde hace años, desde la enseñanza preescolar hasta el BUP, los niños se encuentran casi exclusivamente en manos de mujeres; en los hospitales, las mujeres doctoras y enfermeras sanan o cuidan hasta la muerte; las mujeres han ganado puestos en las sedes del arte y en la realidad de las inspecciones de Hacienda o la psicoterapia. Su criterio, su emoción, su deriva, está por todas partes en proporción creciente. ¿Pueden los medios de comunicación incomunicarse? Esta sociedad no es globalmente más zafia que en los tiempos gloriosos de los periódicos insignes. Es más instruida y femenina. Los periódicos, en consecuencia, deberán ser también más femeninos si quieren conservar la vida. Las mujeres son hoy las primeras lectoras de literatura y el grupo más voraz en la demanda de conocimientos nuevos. Un vistazo a las actuales revistas femeninas internacionales, desde Vogue a Elle, puede convencer sobre la moderna calidad de sus contenidos diversos junto a las noticias sobre Kate Moss y la pasarela en Bryan Park. En sus redacciones más que en otros medios convencionales se encuentra hoy -tal como lo vio la dirección de The New Yorker en Vogue Londres- la cantera que desde hace ya unos años está oliendo y practicando l'air du temps. El sexo periodístico de nuestro tiempo.

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