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La primacia del Estado

A Víctor Pérez Díaz

El título no pretende ser un desafío a los entusiastas de la sociedad civil y menos aún, claro está, un trasnochado canto a la idea felizmente periclitada de la subordinación del individuo al Estado (o a la nación, aunque no estoy del todo seguro de que en esa versión la perversa idea esté efectivamente periclitada). En lo político y en lo social no hay más primacías que las que cada cual se propone a sí mismo, porque la realidad última es el individuo y no una abstracción, llámese ésta Estado o sociedad civil. Lo único que con él pretendo es recordar que el Estado sigue siendo el fundamento de la convivencia civilizada. Una verdad de Perogrullo que la actualidad de Bosnia a Ruanda nos recuerda a diario, pero que tienden a olvidar quienes machaconamente nos ofrecen la imagen de una pobre sociedad civil, cuya realidad gloriosa no resplandece como debe porque está aherrojada, empobrecida y hasta envilecida, por la feroz bestia de un Estado insaciable.

La respuesta banal a esta banalización de un pensamiento serio es bien fácil; todos sabemos que los más negros aspectos de lo estatal tienen en el campo de la sociedad abundantes equivalentes y que junto a los nombres de quienes han aprovechado un cargo público para enriquecerse, pueden colocarse los de quienes han utilizado su situación en la sociedad para labrar su fortuna esquilmando al prójimo y arruinando las empresas que dirigían. Sobran los nombres, que son harto conocidos. Menos banal, aunque tampoco vaya al fondo de la cuestión, es el argumento de que los males que con razón se denuncian en el Estado vienen, las más de las veces, del empeño de llevar al Estado, siguiendo la moda del tiempo, las formas de organización y de gestión propias de la sociedad, o si se quiere, de aquella parte de la actividad social que llamamos economía. No es resultado de la intromisión estatal en la sociedad, sino más bien de la invasión social del Estado, la eliminación de los engorrosos controles. burocráticos del gasto en aras de la eficacia gerencial de la Administración, la la boralización de la función pública, la sustitución de las técnicas propias del derecho público por las propias del derecho privado, y otras novedades no del todo ajenas a los males que en estos días lamentamos. Seguramente la relación no es lineal, no de causa a efecto, pero con la misma seguridad puede afirmarse que esa tendencia a equiparar el Estado a la empresa lleva a olvidar que la racionalidad propia del Estado no es la de la sociedad, y que el dinero a disposición del Estado ha de utilizarse con arreglo a criterios que nada tienen que ver con la productividad. Y por supuesto ha hecho posible que muchos frescos se aprovechen de ese olvido en beneficio propio y a veces hasta sin mala conciencia.

Pero todo esto, con ser serio, no pasa de ser una respuesta retórica a un discurso retórico. Para ir al fondo del problema hay que recordar que el avance del Estado en la Europa democrática de la posguerra ha sido decisión de la sociedad civil, y más precisamente de aquella parte de la sociedad civil que actúa fuera del mercado, en lo que Pérez Díaz llama la esfera pública. Esto es sin duda algo que él sabe muy bien, pero en mentes menos sutiles, la apología de la sociedad civil y la defensa de su primacía corre el riesgo de transformarse en una descripción maniquea, en una lucha en la que el bien, la sociedad, ha de tratar de aniquilar al mal, al Estado. Es el riesgo que siempre comporta la transformación de las categorías analíticas en categorías normativas, o su reificación.

Entendida como lo que realmente es, la doctrina de la primacía de la sociedad civil es una teoría política; una propuesta sobre la forma del Estado, no sobre la feliz existencia de una sociedad sin Estado. Para su puesta en práctica hay que ocuparse por eso de cuestiones de Estado. Determinar, por ejemplo, qué lugar han de ocupar en el Estado los partidos políticos, cómo se los ha de financiar, o cómo y en qué medida hay que proteger frente a ellos la neutralidad de la Administración, o la independencia de la justicia, o de cómo puede asegurarse que el proceso de adopción de decisiones de los órganos del Estado no sirve de simple cobertura a las decisiones adoptadas por poderes sociales. Y así sucesivamente. En suma, el conjunto de cuestiones que preocupan a quienes, como yo, creen que para mejorar la vida de la sociedad hay que actuar sobre el Estado, a los denostados estatistas.

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