El modelo polaco
Hubo una época -hace cosa de cuatro años- en la que era más frecuente oír hablar de la transición democrática española en Praga, Varsovia o Budapest que en Madrid o Barcelona. Los políticos de los viejos regímenes que aspiraban a reciclarse veían con ilusión la perspectiva de un Pacto de la Moncloa en versión local que impidiese la ruptura sin más con el pasado.Los antiguos protagonistas de la oposición democrática, convertidos de la noche a la mañana en primeras figuras de la política nacional, pero alejados de los centros reales del poder, tampoco eran reacios a un compromiso que alejase el peligro de una involución brutal. Los fantasmas del 56 húngaro, el 68 checo y el 82 polaco seguían vivos en la memoria de muchos.
Ni siquiera rechazaban del todo la idea los políticos de nuevo cuño, muchos de los cuales acababan de apuntarse al conservadurismo radical, pero carecían aún de partidos y hasta de partidarios.
La idea sólo cuajó en Polonia, donde la inteligencia y el coraje político no habían sido propiedad exclusiva ni del poder ni de la oposición. Mazowiecki y Jaruzelski supieron sentarse a negociar la transición a la democracia cuando aún existían el poder soviético y el muro de Berlín. Un muro que cayó, también, gracias a ellos.
En Praga no hubo pacto: el régimen se hundió bajo el peso de su insólita torpeza, producto de 20 años de selección negativa que habían dejado el poder en manos de lo peor de cada casa. En Budapest, tampoco. Había bastantes políticos de talla entre los reformistas del antiguo régimen. Los suficientes como para que la democracia y el cambio no tuvieran que ser pactados.
Ahora, al cabo de cuatro años, el panorama ha cambiado mucho. Los políticos de centro-derecha y centro-izquierda salidos de la oposición checa hace ya tiempo que no gobiernan, y ni siquiera el Estado es el mismo. Havel, demasiado encerrado en su castillo, ha dejado el poder real en manos de los conservadores puros y duros en Praga y de los populistas imprevisibles en Bratislava. Tan imprevisibles que parece más que probable que los ex comunistas se conviertan pronto en árbitros de la política eslovaca.
También en Polonia se le debe en buena parte al presidente, el mítico y místico Walesa, la derrota de sus antiguos partidarios, los centristas de Mazowiecki. Una derrota que ha estado a punto de convertir a los hombres de Solidaridad en un grupúsculo extraparlamentario y que ha hecho de los ex comunistas el primer partido del país.
Por suerte para los polacos, el líder de los ex comunistas triunfantes no es uno de los estalinistas reciclados que se han hecho con los retales del poder en muchas de las antiguas repúblicas soviéticas, sino un joven político perspicaz, Aleksander Kwasniewski, uno de los inspiradores de las negociaciones de la mesa redonda.
La estrategia de Kwasniewski -ganar las elecciones, pero dejar el Gobierno en manos de un aliado minoritario que despierte menos suspicacias- parece ser el nuevo modelo susceptible de imitación en Centroeuropa, ahora que la palabra Moncloa suena . más a amarga crisis prolongada que a alegre movida, apertura renovadora y astuta salida hacia el futuro.
Gyula Horn, el ministro de Exteriores de Kadar, que se atrevió a abrir sus fronteras a los alemanes orientales e hizo así posible la caída del más emblemático de los regímenes del Este, es candidato seguro al triunfo en las próximas elecciones húngaras. Él también podría optar por dejar el Gobierno en manos de uno de sus aliados minoritarios, para ahorrarle afrentas simbólicas a sus adversarios interiores, con los que deberá convivir, y ahorrarse suspicacias de sus aliados exteriores, a los que necesitará para subsistir.
Si todo eso ocurriera, estaríamos en presencia de un nuevo fenómeno político francamente interesante: una nueva e inesperada difusión del modelo polaco.
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