Un domingo en el Tajo
Una ruta que hilvana con los cuatro pueblos más meridionales de la vega
De chicos aprendimos que el Tajó es el río más largo de la península Ibérica, que nace en los Montes Universales (Teruel) y que, tras serpentear mil kilómetros y pico, desemboca en un profundo estuario en el mar de la Paja (Lisboa). Lo que no estudiamos, porque ya sería para nota, es que sus aguas arriban a Madrid por el término de Estremera y que se largan como los trenes por la estación de Algodor, después de haber recorrido 110 kilómetros.Antes que frontera provincial, esta cuenca lo fue entre civilizaciones: romanos y celtas, cristianos y moros, norte y sur, lo de siempre. Una tierra de nadie en la que vivir al límite, en cuevas o en castillos, fugados de la justicia o en pie de guerra. Como ya veremos, el primer modus vivendi, el rupestre, es el que más predicamento ha tenido en estos pagos, pues desde tiempos de los carpetanos hasta la fecha nada como un agujero en la tierra para morar sin vasallaje.
El río por apellido
Esta ruta hilvana los cuatro pueblos que se nutren de la vega, los más orientales y meridionales de Madrid: Brea, Estremera, Fuentidueña y Villamanrique. Todos ellos, salvo el segundo, llevan el Tajo por apellido. Todos, sin excepción, lo tienen a gala. Río abajo, Aranjuez es demasiado famoso y merece excursión aparte.
En Brea de Tajo, el pasado pesa más que el presente. Incluso lo que resta de aquél, con no ser mucho -un templo del siglo XVIII, con portada románica-, pesa más que su medio millar de habitantes, sus casas y su par de ermitas. "Demasiada iglesia para tan poco pueblo", concluye un lugareño. La historia, en cambio, nos enseña que éste fue enclave árabe, dominio de la Orden de Calatrava y propiedad de los Reyes Católicos.
Los anales de Brea registran el ajusticiamiento de cuatro bandoleros en 1834. El que tenía por gracia Sarabán dio nombre a la cueva donde se cree que se ocultaba tras sus asaltos. Dicen que eran bandidos del estilo de Robin Hood o Curro Jiménez, y que las gentes lloraron su muerte.
También hay cuevas en las inmediaciones de Estremera, topónimo que evoca a las extremaduras o confines de la Reconquista. La más célebre es la de Pedro Fernández, capaz incluso de albergar una sala abovedada de 20 por 30 metros, aunque no deja de tener su miga la ermita del Sepulcro.
Y más cuevas, pero muchas más, en Fuentidueña de Tajo. Para que se hagan una idea, hay habitadas unas 300 en los barrios del Perchel, del Sepulcro y del Castillo, cuando la población total de la villa frisa las 1.700 almas. Claro que muchas de las oquedades se reservan para trasteros o bodegas. Al menos tal es el aspecto que ofrece el caserío encalado, custodiado por la torre del Reloj, la iglesia barroca y la única muralla sana del castillo.
Un puente de hierro oxidable (1873) salta aquí por encima de los sauces, los pescadores de carpas y los domingueros. Y el viejo Tagus, que baja sucio y cansado, prosigue indiferente en demanda de Villamanrique de Tajo. Del antiguo esplendor del lugar nada queda, salvo la finca de Buenamesón (templo del siglo XVI y palacio de XVII) y el eco en su nombre del poeta que comparó nuestras vidas con los ríos, que van a dar a la mar...
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