Ranas
Un espejismo es sobre todo un espejismo de agua. Un espejismo de agua es sobre todo un espejismo de vida. El vientre estéril del desierto es la madre de todo espejismo para que sus más sedientos hijos no pierdan toda esperanza. A los árabes del desierto no se les aparece ni la Virgen, ni los ovnis, ni la madre muerta, porque, cuando necesitan alucinar una visión, se conforman con el agua. Hay que estar bien bebido para poder aspirar a visiones escatológicas, extraterrestres o metafísicas. Y los árabes del desierto nunca lo han estado. Supongo que eso es lo que vieron cuando llegaron a Madrid, y, levantando una muralla, trataron de cercar ese espejismo y producir en él la gota de agua cronométrica, como en una clepsidra, que mide la historia. Así es como podemos imaginar que fueron fundadas las ciudades: buscando un poco de agua para dar de beber a los caballos y tierra fácil de remover para enterrar a los muertos.¿Tendrán su origen las ciudades en una variante de la manía necrófila? ¿Un afán comprensible, pero morboso, de no separarse de los muertos? ¿De no soportar ya más ir dejándolos por el camino como nómadas vagabundos sin sentimientos funerales? Después se levanta una muralla, que es como el pacto gitano de sangre que hacen las ciudades con la historia. Y ya está, a esperar el futuro y sus hordas vandálicas que le den fama. Pero volviendo atrás, o sea, al espejismo, recordamos que el agua, además de para beber, sirve para ordenar y estructurar el espacio. O sea, para orientarse en él. A través de su poder magnético nos desplazamos conducidos por el hechizo de su poderoso influjo. Melville nos lo recordaba en su Moby Dick: "Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo y os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello". Además, el agua es la memoria silenciosa y fidedigna de toda ciudad. Todo lo que quedó reflejado en su lámina cristalina alguna vez, permanece; aunque sea en la desvanecida imagen de sudario de sus vapores dispersos. Pero, sin la mirada caleidoscópica de los árabes, Madrid nunca hubiera existido. Hacía falta la finura de un instrumento óptico sensible a los espejismos y la geometría para poder inventarse un lugar así. Para poder ver agua donde no la había. Y nosotros, atrapados en el espejismo, no paramos de croar como ranas angustiadas y gesticulantes. Como ranas megalómanas e incorregibles que no pueden renunciar a su sueño de príncipe encantado.
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